Llevamos 26 años y unos meses de democracia y ya está en marcha la sexta reforma educativa. Si no me equivoco, significa que nuestros niños tocan a una reforma por cada cuatro años y unos meses. Total, que casi ha habido tantos cambios en la programación escolar como legislaturas. Sería lógico si la alternancia se hubiera impuesto cada vez con un partido diferente. Pero no ha sido así. Cinco mandatos fueron para Felipe González y dos para José María Aznar. Significa que reformaron sus propias reformas. Si no, los cálculos no salen.

Tengo curiosidad por saber lo que dura una reforma en países como Alemania o Suecia. Seguramente, en el consumo de planes educativos, España figura en los primeros puestos de Europa, de la misma manera que aparece en los últimos en todo lo que significa progreso, modernidad y nivel de bienestar. Todo lo que cuesta que se enmiende un artículo de la Constitución, son facilidades para variar las normas que rigen la educación. Un poco más de ciencias y algo menos de letras; un incremento de la rigidez en el estudio de una lengua extranjera; la inclusión del budismo entre las opciones de enseñanza religiosa que se ofrecen a los hijos de padres creyentes; una rebaja en la tierna edad del comienzo de los estudios de informática, y ya tenemos una nueva reforma. Sin proponérselo, el columnista quizá acabe de brindar alguna idea para el séptimo cambio.

Las reformas no nos duran nada y se diría que son de usar y tirar. En un tema al que daban tanta importancia nuestros antepasados del siglo XIX nos pasamos la vida con ensayos y probaturas. Es la eterna provisionalidad. Si se dice de nosotros que somos poco serios, aceptémoslo sin rechistar. El mérito es únicamente nuestro. Nos lo hemos ganado.