La tensión destilada por la independencia de Kosovo ha desbordado los diques de contención y ha ocupado las calles de Belgrado con el corolario de violencia, incendios y fractura social que eran de prever. Ni el capital político acumulado por el recién reelegido presidente de Serbia, Boris Tadic, inclinado al compromiso y la integración en la UE, ni las promesas de los Veintisiete para compensar el agravio de la independencia kosovar con un trato de favor han frenado al nacionalismo serbio de todos los colores. Si alguien pensaba que la independencia de la provincia albanesa podía gestionarse sin soliviantar los espíritus, la embajada de EEUU en llamas le ha rescatado del error de forma tan brusca como rotunda.

El epílogo de violencia urbana de la manifestación del jueves ha puesto de relieve, además, las delicadas condiciones en las que las autoridades serbias deberán afrontar el descontento, con una fracción del Ejército y los veteranos de las guerras balcánicas a favor de los más levantiscos, junto con una parte de la policía --impasible al empezar los asaltos a las embajadas--, un sector muy influyente del patriarcado de Belgrado y los herederos del nacionalismo exaltado de Slobodan Milosevic y Vojislav Seselj, entre otros. Es improbable que las condenas del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y de la Unión Europea, unidas a las promesas de ayuda, hagan rectificar a esta variopinta panoplia de protestatarios.