Como se esperaba, el discurso que el papa Francisco dirigió ayer al Congreso de Estados Unidos no fue un acto protocolario, sino una contundente apelación a que el país más poderoso de la Tierra se relacione sin prepotencia con el resto del mundo y, de puertas adentro, adopte políticas justas. Su llamamiento a luchar contra el cambio climático, redistribuir mejor la riqueza o apostar por la multilateralidad en las relaciones internacionales, entre otros objetivos loables, podría constituir todo un programa político, mucho más cercano a las tesis demócratas que a las republicanas. Francisco fue especialmente claro en dos aspectos: la regulación de la inmigración a EEUU con criterios más humanos --uno de los caballos de batalla de Barack Obama con la derecha-- y la abolición total de la pena de muerte, una conquista que aún no parece próxima en lo que el Papa llamó “la tierra de los libres y la patria de los valientes”. Una admonición que siguió a la que el día anterior dirigió a quienes, dentro de la Iglesia estadounidense, contemporizaron y ocultaron las prácticas de pederastia. La estancia de Francisco en EEUU, en todo caso, dejará huella. Jorge Mario Bergoglio no deja indiferente a casi nadie, y su periplo por EEUU y Cuba no ha sido una excepción.