Querido/a lector/a, el fin de semana pasado me fui, con la peña familiar, a ver a Núria Espert interpretar la versión teatral de Lluís Pascual del Romancero gitano de Federico García Lorca. ¡Espectacular! Y es que a los 86 años, la diva, que nació en 1935, un año antes de que el fascismo golpista matara en el 1936 al poeta de Granada por masón, maricón y amigo de los socialistas, aún pulula por las tablas. Incluso, a pesar de la edad, cuando la vi y la escuche pensé que la titular del premio Princesa de Asturias de las Artes todavía sigue protegida por algún dios griego del teatro.
Y es que, aunque actuaba en solitario porque, como se sabe, la pieza es un monólogo, su recitar e interpretar los romances junto con su capacidad de vincularlos a la vida del autor y a las causas que los motivaron, hizo que en el escenario de mi imaginación apareciera San Rafael (Córdoba), San Gabriel (Sevilla), San Miguel (Granada), Antoñito el Cambiario, la Soledad Montoya o la monja gitana, la luna, la pena negra, los romanos y los cartagineses, el verde, la guardia civil, el alma de Andalucía y de los gitanos... la vida y la muerte.
Y fue precisamente en esos instantes, cuando mi sentimiento estaba a flor de piel, cuando me acordé, posiblemente porque estoy podrido por la política, de la Ley de la Memoria Histórica. ¡Sí! Pensé que es urgente, necesario y de justicia, encontrar y sepultar con dignidad el cuerpo fusilado de Lorca. Entre otros motivos porque es lo único que tiene muerto, ya que lo otro, su vida, su obra y sus valores parece que son inmortales. Por cierto, si alguien se pregunta por qué casi siempre que los españoles hablamos de política acabamos llorando y hablando de la guerra civil, hay que decirle que la respuesta está muy clara: porque, vergonzosamente, aún hay asuntos de esa época que no están bien resueltos.
Analista político