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Al contrataque

Pere Cervantes

Con la cara descubierta

Después de llevar 700 días el rostro cubierto con mascarilla ha llegado el momento de deshacernos paulatinamente de ella. Fíjese que digo paulatinamente con toda la intención y si me lo permite le expongo mis razones. Mi hijo me comenta que en el instituto hay quien sufre el síndrome de la cara vacía. No me extraña. Después de tanto tiempo escondiendo muecas de desagrado sin ser vistos, de que los ojos hayan sido los únicos que han hablado por nosotros, de repente nos piden que nos desnudemos. En el universo de una cara hemos aprendido a resolver cientos de enigmas. Nos hemos pasado toda la vida intentando desentrañar los porqués del otro de manera inequívoca. Esas mejillas arreboladas que corroboran que a Laura le gusta Daniel. La sonrisa canalla de David cada vez que su colega Sebas bromea en clase y con ello le brinda su lealtad, o aquel labio trémulo y joven que anhela el primer beso. Todos ellos gestos que reclaman su propia historia.

La pandemia nos robó los abrazos, nos secó el corazón y nos convirtió en traductores expertos de las miradas. Tengo una foto familiar, en un encuentro de las pasadas navidades, después de hacernos el correspondiente test de antígenos, donde varios de los que aparecemos en ella exhibimos una mirada de miedo ante la irrupción de la nueva pareja de una de mis hermanas. En la instantánea no se ven nuestras sonrisas de bienvenida cubiertas por las correspondientes mascarillas, únicamente un conjunto de ojos abiertos y temerosos de que el nuevo miembro familiar no esté contagiado. La fotografía del miedo la llamo. A ese pobre hombre que acababa de aterrizar en nuestro clan lo recibimos con los rostros funcionando a medio gas, impidiéndole que pudiera interpretar las señales habituales que buscamos cuando acabamos de llegar a un lugar desconocido. Buscó nuestra complicidad en las miradas, sin saber muy bien si bajo estas se hallaba una sonrisa acogedora o un gesto despectivo.

Hoy ya no es obligado el portar mascarilla ni siquiera en la mayoría de espacios cerrados. Volvemos a jugar al póquer de la vida con las cartas destapadas. A ser expertos analistas de los gestos bajo el auspicio de la experiencia y la intuición. Avispados exploradores de las expresiones emocionales. Ahora los adolescentes temen enseñar sus brackets, un acné desaprensivo o sus inseguridades. Algunos mayores las arrugas que el tiempo ha esculpido en silencio pero con tesón. Los bebés verán por primera vez el rostro de sus cuidadoras en la guardería. No deja de ser curiosa nuestra vulnerabilidad, esa que hace que en determinados casos nos sintamos más protegidos con la mascarilla a pesar de las incomodidades que presenta. Como todo en la vida desprenderse del tapabocas requiere de un proceso de adaptación, de ahí mi inicial paulatinamente.

Siguiendo los consejos de psicólogos expertos, seamos respetuosos con quienes necesiten de un tiempo más prolongado para deshacerse de ella. Quedamos advertidos de la aparición de ciertos episodios de ansiedad a la hora de frecuentar determinados espacios sin la coraza que nos hacía sentir más seguros. Al igual que la mayoría de ciudadanos hemos tenido que soportar la estúpida rebeldía de otros a la hora de no llevar mascarilla cuando esta era obligada, espero que aquellos que decidan prolongar desde ahora su uso no reciban el más mínimo gesto de desagrado o comentario fuera de lugar. El uso de la mascarilla ha dado para un tratado de educación. Desnudamos nuestros rostros, sí, pero mantengamos el sentido común. Sé que lo que pido ahora es otra de mis utopías.

Escritor

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