Opinión | VIVIR ES SER OTRO

Nada cambia más que la historia

Hace unos meses, hablé de la limpieza del pasado, de cómo los grandes enemigos de la civilización se blanqueaban ante la mirada actual. Puse dos ejemplos: la Cartago que luchaba contra Roma y los aborígenes norteamericanos. Ambas culturas fueron vistas por sus contemporáneos como demoledoras, percepción que ha ido higienizándose hasta la justificación. «Nada cambia más que la historia», dijo no sé quién. Tenía toda la razón.

Olvidé un tercer ejemplo también paradigmático: los vikingos. Saqueadores esclavistas que tuvieron en vilo al resto de Europa. Qué pensaría alguien de la época si viese cómo muchos jóvenes (y no tan jóvenes) de la actualidad imitan su apariencia y se tatúan símbolos propios de esa civilización. Imagino que se llevarían las manos a la cabeza y pensarían que nos hemos vuelto locos. Como si nosotros viésemos a la juventud con esvásticas o la cara de Bin Laden dibujada en la pantorrilla de un chaval. Y el poseedor de esos signos nos dijese que, en verdad, ellos, los nazis y los terroristas islámicos, eran víctimas, pobrecitos, de su tiempo y de sus circunstancias.

Hay más, llevamos la historia a términos políticos actuales. El otro día oí que Miguel de Cervantes era un «facha». No ahondaré en las razones, sino que me quedaré con el concepto. ¡Un facha del siglo XVI! Caramba…

Ideología nacionalista

Siento fascinación por los visigodos, pueblo que ha sido tomado por determinado sector de la historiografía reciente asociándolos a la unificación de España, a la concepción religiosa cristiana del mismo y otras zarandajas que han acabado por aprisionarlos dentro de una determinada ideología nacionalista y casposa. El franquismo y su famosa lista de los reyes godos convirtió a estos en mitos, igual que hiciera con los héroes de la Reconquista (otro día hablamos de este término…). Pues bien, a mí, qué quieren que les diga, me parece que asociar ideas acuñadas en el siglo XIX aplicadas a circunstancias ocurridas mil años antes me parece una barbaridad. Incluso determinados estudios, no demasiado sesudos pero sí importantes en su faceta divulgadora, inciden en ensalzar la disposición de Hispania, Spania, como un estado del que se deriva el actual en lugar de limitarse a estudiar aquel tiempo sin trasladarlo a debates modernos que, es obvio, a ellos no les preocupaban en su tiempo. Me haría gracia que se le pudiera preguntar a un campesino súbdito de Leovigildo si siente los arrebatos nacionales de los que mil quinientos años después se hablará. Su extrañeza estaría al nivel del pobre monje cuyo monasterio acaban de arrasar los vikingos si viese al púber actual con una espada llena de runas dibujada en su antebrazo. Otro tanto, igual de estúpido, ocurre con los condados catalanes y la leyenda de Guifré el Pilós.

Y es que la extrañeza en esta cuestión tanto va hacia delante como hacia atrás. Supongo que por el hecho de que nosotros estamos vivos y ellos están muertos lo vemos todo desde nuestro prisma olvidando justamente esto, nuestra subjetividad.

Me resulta ahora imposible no citar aquí a Philip K. Dick: «Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos».