La atmósfera terrestre está amenazada por 2.000 millones de coches, por los 1.330 millones de cabezas de ganado que desbordan el pasto comunal y por los 700 millones de toneladas de arroz que producimos cada año. Nuestro sistema económico permite, cuando no fomenta, que la codicia de unos pocos ponga en peligro la vida de muchos.

Cuando en los años sesenta del siglo pasado el programa espacial empezó a enviar fotos de la Tierra vista desde el espacio, enseguida resultó evidente una característica de nuestro planeta que ya habían anticipado muchos científicos: su atmósfera no es más que una fina capa extremadamente tenue.

Más del 75% de todos los gases de nuestra atmósfera están en los primeros 10 Km de altura. Teniendo en cuenta que la Tierra tiene un diámetro de 12.742 Km, nuestra atmósfera es extremadamente pequeña.

De hecho, toda su masa ni siquiera representa la millonésima parte de la masa de la Tierra.

Aparte de estos datos cuantitativos, hay una buena forma de que podamos hacernos una idea intuitiva de su espesor. Hace muchos años, un maestro nos enseñaba geografía universal empleando un globo terráqueo de unos 40 cm de diámetro.

Para nosotros era una maravilla. Al final de la clase, a los niños más buenos les dejaba el globo terráqueo para que buscasen en él los distintos países y capitales que había explicado.

Limpiando el mundo

Cuando acababa la clase el maestro nos sorprendía siguiendo siempre el mismo ritual: limpiaba el globo terrestre con un trapo. Lo frotaba hasta que quedaba brillante.

En realidad, el globo brillaba porque el trapo extendía sobre su superficie una finísima capa de grasa procedente de las glándulas sebáceas de las manos de los niños buenos.

El maestro nunca nos lo dijo, pero su globo terrestre explicaba perfectamente un hecho fundamental para entender la rapidez del calentamiento global que sufrimos hoy en día.

Si midiésemos el espesor de la fina capa de grasa de manos que quedaba sobre nuestro globo terrestre escolar tras ser frotado con un trapo, y la comparásemos con el tamaño total del globo, esta relación todavía sería mayor que la que se da entre el espesor de la capa de gases más densa de la atmósfera y el tamaño real de la Tierra.

Podría argumentarse que mis condiscípulos tenían las manos un tanto grasientas. Pero también es cierto que la atmósfera terrestre es muy pequeña.

Rápidos cambios

Aquí está el peligro. Nuestra atmósfera es tan tenue que las actividades humanas estén haciendo que su composición varíe extraordinariamente rápido.

Hay indicios de que hace 30.000 años los seres humanos empezaron a cambiar poco a poco la proporción de gases de la atmósfera. Nuestros ancestros usaban el fuego, quemando bosques para convertirlos en estepas despejadas en los que les era más fácil cazar. Así empezaron a liberar dióxido de carbono a la atmósfera.

Por supuesto esa quema apenas tuvo un impacto testimonial. Pero fue el principio de algo que podría conducirnos a la extinción. Poco a poco, nuestras actividades fueron teniendo más y más influencia en la composición de nuestra atmósfera. Y hoy en día nuestra capacidad de influir es enorme.

Tecnosfera densa

Debemos tener en cuenta que, según las últimas estimaciones, la tecnosfera (es decir, el conjunto formado por todos y cada uno de los objetos y elementos creados por el hombre) pesa ya 30 billones de toneladas.

Con nuestras ingentes actividades agrícolas, ganaderas, industriales y de transporte, estamos cambiando de año en año la composición de la estrecha atmósfera que rodea a la Tierra.

En algunos casos, la contaminación atmosférica ha sido una cuestión de ignorancia acompañada de mala suerte.

Por ejemplo, hay decenas de miles de plantas comestibles. Pero solo cultivamos unas cuantas. No se sabe por qué empezamos a cultivar unas plantas y no otras. Pero poco a poco las plantas que cultivamos fueron mejorándose genéticamente de forma intuitiva.

En el transcurso de miles de años de esta selección artificial, el rendimiento de las cosechas aumentó enormemente y ahora a nadie se le ocurriría empezar a domesticar otras especies más adecuadas.

Plantaciones de arroz, una antigua idea con resultados imprevistos. ELG21 en Pixabay

Malas ideas

Así, hace 10.000 años alguien empezó a cultivar el arroz en zonas húmedas de Asia. Fue una mala idea. Pero hoy en día el arroz es la base de la alimentación para más de la mitad de los de seres humanos que pueblan el planeta.

El arroz crece sobre terrenos inundados de agua. Se necesitan entre 3.000 y 5.000 litros de agua para producir un solo kilo de arroz. Y producimos más de 700 millones de toneladas de arroz cada año.

Pero el mayor de los problemas está en que, en el fondo de estos arrozales inundados, proliferan bacterias que producen grandes cantidades de metano que se libera sin control a la atmósfera.

Quienes empezaron a cultivar el arroz no podían saber el ingente problema que dejarían a sus descendientes.

Tampoco tuvimos suerte con algunas de las especies de animales que decidimos domesticar. Criar vacas también fue mala idea. En su panza fermenta el pasto, generando enormes cantidades de metano.

Metano temible

Hoy en día hay 1.330 millones de cabezas de ganado vacuno. Y cada vaca, en un año, contribuye tanto al efecto invernadero como un todoterreno que recorre 19.000 kilómetros.

Para entender la magnitud del problema conviene tener en cuenta que el metano es un gas que produce un efecto invernadero muchísimo más potente que el dióxido de carbono.

Algunas cifras causan alarma. El metano ya es responsable de más del 30% del calentamiento del planeta. Y solo el ganado vacuno tiene la culpa de alrededor del 16% de nuestro calentamiento global.

Lo peor podría estar por llegar. Así los científicos advierten de que, con una población humana creciente, que cada vez come más carne de vacuno y más arroz, para el año 2050, si no hacemos nada por evitarlo, el metano podría llegar a ser el responsable de hasta el 40% del calentamiento global.

Modelo económico cuestionado

Pero el principal problema que nos conduce de cabeza hacia el desastre no es la ignorancia ni la mala suerte. Es, simple y llanamente, una cuestión de nuestro modelo económico.

Confiar en que podremos maximizar el beneficio personal asumiendo que la mano invisible del mercado se encargará de arreglar nuestros desmanes, es tal vez la superstición más peligrosa que hemos desarrollado en nuestra historia. Una infundada creencia que podría llevarnos a la extinción.

En principio nos metió en un problema muy grave. A principios del siglo pasado, no estaba claro qué mecanismo de transporte iba a prevalecer.

Oportunidad perdida

Muchas de las ciudades norteamericanas y europeas más avanzadas empezaban a tener un eficaz sistema de transporte público basado en tranvías eléctricos energéticamente eficientes y poco contaminantes.

La electricidad llegaba a muchas casas. General Electric (con en el talento inicial de Edison) y Westinghouse (con el de Tesla) eran las empresas más punteras. Estaba claro: la electricidad era el futuro.

El automóvil empezaba su desarrollo. Pero nada garantizaba que los coches impulsados por un motor de combustión interna fuesen a vencer. Todo lo contrario. Había enemigos formidables en forma de automóviles eléctricos e incluso de automóviles de vapor.

Buena parte de los ingenieros de más talento pensaban que la mejor solución para el transporte era una eficiente red de trenes, tranvías y automóviles eléctricos. Los más capaces pensaban que la energía eléctrica procedería principalmente de recursos renovables (eólica, hidráulica, etc.) más eficientes y sostenibles.

Pudo salir bien

Imaginemos cómo sería hoy nuestro mundo si las tecnologías eléctricas y de renovables tuviesen ya 100 años más de desarrollo. Nuestros automóviles eléctricos, con más de 1500 km de autonomía, se cargarían en minutos en una amplísima red de cargadores dispersa por toda la geografía.

El rendimiento de la energía eólica y fotovoltaica sería muy superior al actual. Dispondríamos de una energía mucho más barata que la actual, con suministro seguro y cuyo precio no fluctuaría. En buena medida estaríamos autoabastecidos.

En realidad, llevaríamos más de 100 años haciendo lo que hoy en día no nos queda más remedio que hacer. No habríamos llegado tarde y no tendríamos el problema del calentamiento global ni la contaminación atmosférica. Nuestro mundo tendría por delante un futuro mejor que el que nos espera.

Los trenes eléctricos se limitaron hace un siglo para potenciar el uso del coche de combustión. Rudy and Peter Skitterians en Pixabay

Conspiración petrolera

¿Por qué tiramos por la borda este mundo? La respuesta es desoladora.

Por aquel entonces, las fábricas de coches con motor de explosión estaban preparadas para producir millones de automóviles al año. Pero la venta de coches con motor de explosión crecía mucho más lentamente que la capacidad de producción de las fábricas.

Los fabricantes de automóviles sabían que el negocio de los coches con motor de combustión era ingente. Además, llevaría asociado el desarrollo de la industria petrolera.

Las corporaciones del sector se pusieron a estudiar el problema. La culpa de la baja demanda de automóviles era la eficiente red de tranvías.

Cierres premeditados

Funcionaban tan bien que poca gente veía la necesidad de comprarse un coche. Y quienes decidían comprar un automóvil podían elegir entre uno eléctrico o uno de vapor.

Entonces, buena parte de los fabricantes de automóviles se confabularon para comprar las empresas de tranvías de las ciudades más prósperas con el fin de cerrarlas. Y lo hicieron.

De camino, presionaron a miles de políticos para que el transporte público fuese ineficaz. Sin sistemas adecuados de transporte público, a la gente no le quedó más remedio que comprar coches para desplazarse.

La maniobra de los fabricantes de coches de combustión y de la incipiente industria del petróleo fue tan eficaz que incluso hoy en día varias de las grandes ciudades norteamericanas apenas tienen sistemas de transporte público. La emblemática ciudad delos Ángeles es un ejemplo paradigmático de ello.

Atmósfera rentable

Como consecuencia, hoy tenemos casi 2.000 millones de automóviles en todo el mundo quemando combustibles fósiles. Sus fabricantes siempre supieron que sus vehículos son extremadamente contaminantes.

Pero a fin de cuentas la atmósfera no es de nadie. Es un bien común. Y a corto plazo sale muy rentable contaminarla.

En la actualidad liberamos cada año a nuestra pequeña atmósfera más de 50.000 millones de toneladas de dióxido de carbono procedente de la quema de combustibles fósiles.

En unas pocas décadas hemos pasado de tener 270 ppm de dióxido de carbono en la atmósfera a superar las 416 ppm. A su debido tiempo los científicos advirtieron del enorme peligro de superar las 350 ppm de dióxido de carbono en la atmósfera.

Pero… ¿quién va a ser el primero en dejar de meter más vacas en un pasto comunal?

Parece extraordinariamente difícil conseguirlo. A fin de cuentas, nuestro sistema económico permite -cuando no fomenta- que la codicia de unos pocos pueda poner en peligro la vida de muchos.

En este punto es hora de entender por qué la quema combustibles fósiles es algo gran extremadamente grave que podría acabar con la humanidad, al tiempo que causaría una extinción en masa similar a la Gran Extinción Pérmica, que estuvo a punto de acabar con toda la vida en la Tierra.

Cómo escapar de la extinción humana: artículos para entender lo que está pasando con el planeta

 

Bajo este epígrafe publicamos una serie de artículos que analizan de forma científicamente rigurosa la crisis planetaria en sus diferentes dimensiones, así como explican cómo afectará a nuestras vidas y el precio que habremos de pagar para escapar de la catástrofe que podría acabar con la vida en la Tierra.

Ofreceremos una visión completa de la problemática, siempre en clave divulgativa, que no solo expondrá los últimos conocimientos sobre biología y ecología, sino también las últimas aportaciones desde campos tan dispares como la neurobiología (intentando ver por qué nos comportamos como lo hacemos cuando destruimos nuestro propio ambiente), e incluso desde la economía más científica.

El objetivo de esta serie de artículos es que cualquier persona pueda no solo entender lo que está pasando, sino también, si así lo desea, comprometerse con el planeta con los conocimientos adecuados que le permitan trascender medidas meramente estéticas.

Como el cambio global que estamos sufriendo es extremadamente complejo, los artículos que intentan explicarlo van a ser relativamente complejos. Pero vale la pena esforzarse para entender el cambio global, ya que es algo extremadamente grave.

Para ello le invitamos a hacer un viaje largo y complejo, pero también divertido, a través de toda esta serie de artículos. Solo después de haber leído muchos de ellos estará en condiciones de entender bien lo que estamos viviendo como especie y de actuar en consecuencia.

 

EDUARDO COSTAS

 

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