Narrar una vida, intentar explicarla, basándose en los relatos de terceras personas es un ejercicio complejo pero que denota grandes dotes interpretativas. Me explico. Todo relato, sea considerado biográfico o autobiográfico, tiene una construcción que parte de una interpretación previa. Uno debe analizar los hechos o testimonios recogidos, por una parte, y armar una crónica o descripción que nunca, nunca será cien por cien verdadera, por otra. No es fácil, no puede serlo, porque, como digo, toda historia, contada por uno mismo o por cualquiera pasa por diversos filtros, aunque sea de forma inconsciente. 

La memoria, el recuerdo, ofrecen siempre una deformación de lo que sucedió, de ahí la interpretación, que no puede ser nunca fiel al hecho en sí, pero que no significa que eso sea malo, ni mucho menos, pues es entonces cuando entra en juego la ficción, o más bien, el poder de la ficción, basado en la imaginación de mentes mucho más lúcidas a la mía, qué duda cabe. Y digo esto porque no debe resultar sencillo imaginar los últimos días de un personaje como Immanuel Kant, y mucho menos imaginarlos a partir de las memorias firmadas por uno de sus más íntimos amigos, Ehregott Wasianski. Hay ahí demasiados ángulos muertos, demasiados huecos por rellenar para armar un relato que resulte más o menos fidedigno y, sobre todo, atrayente.

Pues bien, Thomas de Quincey fue capaz de eso y mucho más, como queda perfectamente reflejado en Los últimos días de Immanuel Kant, obra que aparece publicada por un nuevo sello editorial que apunta buenas maneras: Firmamento. Con un prefacio de Marcel Schwob, es esta breve pero intensa obra del ensayista inglés una delicia que ya cautivó a ilustres como Pietro Citati o Jorge Luis Borges. La razón es bien sencilla: De Quincey hilvana un relato en el que nos adentra psicológica y físicamente en esos últimos momentos de vida de uno de los mayores pensadores de la historia. Así, observamos atentos y compungidos a un Kant presa de la vejez, cuya salud va empeorando poco a poco. No obstante, lo que particularmente me interesa más que ese retrato del hombre agotado y enfermo, es el retrato de un hombre de rutinas obsesivas y de manías casi estrafalarias, un anfitrión cortés, gran conversador pero muy escéptico ante aquellos interlocutores que no ofrecieran un discurso que él considerada digno, un profesor que no perdía de vista a ninguno de sus alumnos y que seguía sus carreras, un hombre que, ya al final de su vida, había perdido el sentido del tiempo, pero alguien que, a su muerte, logró congregar en Königsberg —esa localidad de la que nunca salió— a cientos y cientos de personas, entre ellos a dignatarios de las regiones más remotas de Prusia.

Thomas de Quincey ofrece aquí un relato de no ficción irónico y tierno a la vez del filósofo alemán, una de las mentes más preclaras de nuestra historia. Es, también, un perfil muy agudo de las preocupaciones y quehaceres de alguien que vivió por y para el pensamiento universal pero que, como todos nosotros, era en realidad un simple mortal.