Hace apenas unos días la cantante Pastora Soler hablaba en un programa de televisión de los motivos de su retirada de los escenarios, la cual se ha prolongado durante más de dos años.

Lo que comenzó como una magnifica experiencia y un reto, acabó convirtiéndose en una amenaza, en una obsesión, en un sin vivir y finalmente en una retirada sin fecha de vuelta.

La cantante participaría en el Festival de Eurovisión, con la canción Quédate conmigo, donde había una nota solamente al alcance de unos pocos privilegiados, y ella consiguió bordarlo.

A raíz del festival, empezaba una gira donde cantaría su canción eurovisiva y que le exigía mucha dedicación, descanso y esfuerzo. Es lógico que la artista quisiese estar perfecta delante de su público y que trabajase duro para ello. Hasta aquí, todo normal, ¿pero, que le pasó a la cantante y qué ocurre infinidad de veces también en el deporte?

Se olvidó de que hay límites, de que ante todo somos personas, de que lo más valioso es la salud y de que hay que combinar perfectamente todas las facetas de la vida. Pastora, cinco días antes de cada concierto ya no hablaba e incluso no reía para no dañar sus cuerdas vocales, se metió en una espiral destructiva de perfeccionamiento absoluto y exigencia desmedida que finalmente derivaron en un estrés y una ansiedad tan desmesurada que le hicieron perder el conocimiento en uno de sus conciertos y a los pocos meses quedarse sin voz en otro recital, lo que finalmente provocó su retirada temporal de los escenarios.

El caso de Pastora es muy común en el deporte, y en disciplinas individuales y exigentes como el atletismo más todavía.

Motivos

¿Por qué ocurre esto? Efectivamente, en ocasiones las personas nos olvidamos de que somos personas, nos creemos máquinas capaces de todo, de superar a cualquier costa nuestros propios límites, obviando nuestra salud mental y física, por querer ser mejores en aquello que hacemos o nos gusta.

Y esto es un gran error, pues finalmente la autoexigencia desmesurada en querer superarnos nos acaba pasando factura, en forma de parón obligatorio, problemas de salud o lo más triste, pérdida de felicidad y simpatía con aquello que hacemos.

Obsesionarse con la mejora constante y estar siempre a nuestro mejor nivel, es un imposible.

Centrar nuestros pensamientos, acciones y emociones en una única cosa, no es saludable. Las personas necesitamos, como el respirar, los tiempos familiares, los de ocio y los de desconexión de aquello que incluso tanto nos gusta, como es el running.

‘Tengo que demostrar que…’, este es otro de los motivos por el que la exigencia, en ocasiones se nos va de las manos. No tenemos que demostrar nada a nadie más que a nosotros mismos, y respetando siempre que la perfección no existe, que el equivocarse es un derecho y que generalmente las expectativas de lo que los demás esperan de nosotros son falsas, porque, primero, es que son intuiciones nuestras acerca de lo que creemos que piensan los demás acerca de nuestras ejecuciones y segundo, porque nadie es tan duro con lo que se espera acerca de cada persona, que la propia persona.

Cuando somos tan exigentes con nosotros mismos en el ámbito deportivo, nos olvidamos de disfrutar, de enriquecernos con una experiencia, y convertimos los retos en amenazas, tomándonos las cosas como ‘a vida o muerte’ o ‘todo o nada’.

La exigencia es buena y necesaria en todos los ámbitos de nuestra vida, pero con límites. Escucha a los de tu alrededor, porque generalmente son ellos los que te dirán que levantes el pie del acelerador y te lo tomes con calma.

*Psicóloga Deportiva

twitter: @mvallsbarbera