Dicen --me dicen-- que en las tertulias informales que se producen en lugares de espera o asueto (peluquería, cafetería, etc.) suelen provocarse más o menos espontáneamente conversaciones sobre determinados temas del momento, extraídos, en general, de los medios de comunicación, con preferencia de los televisivos. Allí se habla de los personajes o personajillos de la pantalla, de las tertulias, eso sí, formales con la presencia de tertulianos fijos, a sueldo, imagino. Y en los lugares antedichos --y en otros-- el espectador se convierte casi en familiar de los protagonistas, los conoce, sabe con quiénes conviven y todos los líos de familia.

Hasta tal punto el efecto de este aprendizaje puede ser tan contagioso que uno acaba identificándose con aquellos protagonistas poniéndose a favor o en contra de alguno de ellos en cada tertulia. Y así nos va. Es, pues, entonces cuando hemos de echar mano de un nuevo recurso: desaprender, que no significa borrar, sino dejar de ser esclavos de este aprendizaje. «Los analfabetos del siglo XXI --decía Alvin Toffler-- no serán aquellos que no sepan leer ni escribir, sino aquellos que no sepan desaprender».

Se impone, pues, la tarea de no permanecer estático ante una pantalla, pongamos por caso, sino de seleccionar los programas útiles y serios y desaprender todo aquello que suene a vaciedad manifiesta.

*Escritor