La importancia está en los detalles. Cuántas veces hemos escuchado esta afirmación y no por ello ha perdido vigencia. Ciertamente, la frontera entre lo bueno y lo excelente viene delimitada en la mayoría de ocasiones por naderías que suponen, al menos en apariencia, poco esfuerzo.

Son detalles cuya insultante banalidad nos parece caprichosa, circunstancial, fruto del azar incluso. Nada más lejos de la realidad; su importancia reside precisamente en su levedad, en la misma sutileza que, en ocasiones, marca la diferencia entre la excelencia y el esperpento.

Estos detalles vienen a ser como la guinda del pastel y sus efectos solo pueden ser positivos cuando son consecuencia de un buen trabajo previo, fruto del esfuerzo, la constancia y el conocimiento. Sin él estos detalles pasarían como fruslerías, nimiedades sin ningún valor pero que, cuidadosamente seleccionados y usados de manera conveniente, pueden ofrecer rédito a quien los utiliza.

Ejemplos los hay en cualquier ámbito. Nos ha tocado vivir una época proclive a estas actuaciones, en la que la cultura del pelotazo ha superado a la del esfuerzo, donde se exigen todos los derechos y ninguna obligación y donde la excelencia ha sido desplazada por la vulgaridad. Quizás es en el plano político donde más ejemplos podemos encontrar. Casi a diario descubrimos nuevas ideas o decisiones sobre temas intrascendentes para la ciudadanía pero que, eso sí, resultan tremendamente controvertidos.

Este afán por encender polémicas con lo que, a mi entender, son fruslerías en comparación con los grandes problemas solo puede explicarse desde una mezcla de incapacidad, inexperiencia y cierta mala fe. Y mientras creamos amargas guindas seguimos sin pastel donde colocarlas. H