Con tanto robot, con tanta estupidez artificial acechando en la publicidad y en las redes, con tanto transhumanismo, uno ya no sabe bien qué significa y qué implica ser persona. Pero sí que nos quejamos amargamente de la creciente desigualdad de nuestras sociedades, de la explotación que sufre una gran parte de la humanidad, de la miseria y de la pobreza. Mucho más si nos afecta a nosotros ¿A qué nos referimos entonces?

Estamos hablando, aunque no seamos conscientes, de la justicia. La exigencia de justicia nos hace personas y nos conduce al núcleo moral de toda relación social, de toda práctica y de toda institución: el reconocimiento recíproco de la igual dignidad. El término dignidad alude, siguiendo su raíz latina, a que todos los seres humanos tienen el mismo rango, idéntica categoría. La exigencia moral derivada de este reconocimiento recíproco consiste en la consideración y el respeto de todos los seres humanos como sujetos de iguales derechos y deberes.

Por eso es inmoral utilizar a los demás como simples medios para nuestros intereses, instrumentalizarlos, tratarlos como si fueran cosas. Las personas tienen, por decirlo con Kant, dignidad y no precio. Tienen un valor absoluto, no se pueden mercantilizar. Esta idea de justicia encuentra su plasmación en los derechos humanos considerados, como diría Ortega, como la altura moral de nuestro tiempo. Ya tienen ustedes un criterio para medir la justicia o injusticia de nuestra economía y de nuestra política, del derecho que nos regula. Para valorar el año que nos deja.

*Catedrático de Ética