Se alarga el verano, se nos comen los mosquitos, el nivel del mar aumenta a la misma velocidad que su contaminación y la gota fría se traduce últimamenteen catástrofes con pérdidas humanas y millones de euros. Las primeras ya no se recuperan. Nos da igual: tenemos más días de sol y playa. Los mosquitos ya se cansarán. Parece que los políticos ya lo han hecho. Tendremos que esperar a que afecte al turismo para que reaccionen nuestros gobernantes. Ni políticos ni ciudadanos quieren ver el cambio climático. No sea que se estropeen sus vacaciones. Ya se arreglarán los que vengan detrás.

Esta visión de la naturaleza como mera mercancía, como un supermercado abierto día y noche y con productos gratis, se oscurece cuando advertimos la injusticia que subyace al deterioro medioambiental. Un alto ejecutivo de una compañía de seguros afirmaba tranquilamente en una entrevista que sería difícil asegurar el riesgo climático a la gente que no tiene dinero. Sencillamente porque los ricos no vivirán en zonas de peligro y cuando se inunden sus casas, elegirán otras. Los pobres, sin embargo, se quedarán sin poder reparar los destrozos, esperando las limosnas en polideportivos, rezando para que no les toque el próximo año.

En la misma página se hablaba de cómo la tecnología arrasa con los límites del crecimiento. Como si la tecnología y los desastres naturales no fueran dos caras de la misma moneda, como si la tecnociencia fuera autónoma y no dependiera de los intereses de una economía insensible y, por lo tanto, irresponsable, a la que parece, por ahora, que todavía no le pican los mosquitos.

*Catedrático de Ética