Miro a mi alrededor y no puedo evitar preguntarme, si, tal y como afirmaba el filósofo inglés Thomas Hobbes, “el hombre es un lobo para el hombre” y el odio es un estado natural en el género humano que ha sido domesticado por las leyes de la convivencia común. Es difícil dar una respuesta convincente a tenor de la barbarie y la violencia que escuchamos diariamente en los medios. Parece evidente que existe una fuerte predisposición al odio en el ser humano.

Decía Jacinto Benavente: “Es triste condición de la humanidad que más se unen los hombres para compartir los mismos odios que para compartir un mismo amor”. Efectivamente el enemigo generador del odio común convierte al individuo y, por ende, a la masa de la que forma parte, en un ente dócil presto a actuar de la manera prevista pulsando los resortes adecuados.

Semejante grado de alienación requiere, como es obvio, una estrategia y tiempo suficiente para ejecutarla; el germen de todas ellas es la creación artificial de una identidad diferencial. La razón esgrimida no es relevante; la clave reside en que, tal y como afirmaba Stendhal, “La diferencia engendra odio”, y en alimentar ese odio embrionario con continuos agravios ficticios o magnificados sufridos a manos del supuesto enemigo de la causa.

Pero cuidado, las masas movidas por el odio son difíciles de controlar y suelen acabar en totalitarismos, actitudes fascistas e incluso violencia tal y como hemos podido comprobar recientemente en Cataluña.

“De la naturaleza tortuosa de la humanidad, ninguna cosa recta se puede obtener”. Creo que Immanuel Kant debería ser de obligada lectura para determinados gobernantes. H