Años atrás yo celebraba la llegada del 14 de julio. En plena posguerra, cuando el franquismo mantenía todos sus mitos. Nosotros elegimos otro. Cuando digo nosotros hablo de varios colaboradores de la revista Destino. Eran los tiempos en que Francia era una referencia literaria para nosotros y también el país vecino donde la democracia y la libertad de expresión eran posibles.

Cuando el trabajo en el semanario se acababa porque llegaba el mediodía, tres o cuatro íbamos juntos a un bar de la plaza de Urquinaona y nos tomábamos un Pernod como si estuviéramos en París. El aroma y el sabor nos transportaba por un rato a una ilusión de libertad.

En Francia han celebrado, como cada año, la toma de la Bastilla. La Bastilla era, en la edad media, una poderosa fortificación. Aquel castillo-fuerte comenzó a construirse en París cuando gobernaba Carlos V e hizo la función de prisión del Estado. Luego fue derribado por los insurgentes y fue demolido en 1789. Pero los franceses siguen cantando el himno: “Adelante, hijos de la patria, ya ha llegado el día glorioso”. Un himno, La Marsellesa, obra de Rouget de Lisle que los marselleses cantaban, parece, cuando asaltaban las Tullerías. Se hizo popular.

En aquellos tiempos de los que acabo de hablar, cuando cuatro o cinco articulistas de Destino, francófilos -enamorados de Francia, no de Franco-, nos podíamos imaginar durante un rato que estábamos en París, que la censura franquista no existía. Pedirle al barman un Pernod era pedir una hora de evasión de la realidad.

Llega un momento en que los recuerdos se hacen grises --como este último 14 de julio--. Son en realidad la ceniza de la vida. H