La semana anterior recordábamos que la corrupción, el intercambio entre la falta de integridad y la recompensa, es una relación social. No es solo una cuestión de deshonestidad personal, se requiere a alguien que seduzca y pervierta a otro a la espera de un beneficio, ya sean bienes, poder o dinero. Nos preguntábamos cómo superar esta lacra. A mi juicio, un primer paso es ser conscientes del problema.

Por una parte, los ciudadanos tienen la corrupción como segunda preocupación más importantes, detrás del empleo. Lo cual refleja bien la actual alarma social. Pero ya no tienen tan claro cuáles son las consecuencias de la corrupción. Por ejemplo, su relación intrínseca con la segunda preocupación más importante: la falta de empleo.

No somos conscientes de los graves daños que provoca la corrupción. Entre otros: económicos, puesto que obstaculizan la libre competencia, distorsionan el funcionamiento del mercado y destruyen la competitividad; políticos, porque son la principal causa de la pérdida de credibilidad y legitimidad de nuestros representantes; sociales, origen de la falta de confianza en nuestras instituciones, de la confusión intencionada entre público y privado; morales: desafección, falta de respeto, etc.

Estos daños producen un círculo vicioso: la corrupción produce desconfianza y apatía, y estas permiten a su vez todavía más corrupción. ¿Cómo convertir este círculo vicioso en un círculo virtuoso? ¿Qué puede hacer la ética, de la que todos se acuerdan ahora, para resolver esta situación? Después de las vacaciones, seguimos. Tenemos tiempo para pensarlo.

*Catedrático de Ética