El horrible asesinato de Gabriel, el niño-pez, nos quita el sueño a más de uno y su recuerdo sigue estremeciéndonos. Pero no es el único caso, desgraciadamente, aunque sus tintes dramáticos son evidentes y singulares, así como su cercanía. Parece, este, un mundo violento en el que la paz se ha desterrado. Si el mundo es así, que se pare, quiero bajarme, decía la conocida canción. Pero ni el mundo siempre fue así -pese al repetido cainismo--, ni la violencia es la agresividad. Esta última es natural, innata; la primera es adquirida, cultural. Se suele citar como gente pacífica a los san (mal llamados bosquimanos) del desierto de Kalahari, quienes aprenden a controlar su agresividad.

Ahora bien, la pretendida agresividad se hace con el tiempo, con la evolución: Rojas Marcos en Las semillas de la violencia dice que se siembran en los primeros años de vida, se desarrollan durante la infancia y dan su fruto en la adolescencia. «Y la violencia --añadirá Sanmartín- es, en definitiva, el resultado de la intervención entre la agresividad natural y la cultura».

La educación desempeña un papel importante, quizá decisivo, en la agresividad y, en su caso, subsiguiente violencia. Bien lo decía Mandela: «Nadie nace odiando a otra persona (…). La gente aprende a odiar, y si puede aprender a odiar también se le puede enseñar a amar». Familia y escuela son esenciales para este objetivo.

*Profesor