Y si la clave de todo fuese la supervivencia? ¿Y si el único sentido que tuviese todo el universo y, de hecho, nuestra propia vida, fuese simplemente vivir? ¿Y si fuese una ley general que explicase todo?

La supervivencia explica toda la materia y energía, que no desaparecen nunca, sino que solo se transforman, como afirma una vieja frase. Nada físico muere, sino que solo se remodela de manera que continúa su existencia hasta el infinito. Nada desaparece realmente, sino que solo muta recombinándose. Un día desaparecerá la Tierra, desapareceremos nosotros, pero no nuestra materia, que seguirá infinitamente ahí, siendo ese ahí la misma materia.

Esa misma regla parece regir también la base esencial del comportamiento humano. Nuestro cerebro es un órgano extraordinariamente flexible para adaptarse al medio y asegurar nuestra supervivencia. Quiere ello decir que el cerebro nos hace propender a las decisiones que posibilitan ese objetivo, estableciendo un sistema de recompensas a través de las emociones que es esencial para mantenernos vivos. Las emociones básicas, afecto y miedo, se descomponen en otras más complejas --sorpresa, odio, pánico, asco, alegría, ira-- que lo único que hacen es aproximarnos o alejarnos de lo que según la experiencia vivida, o la transmitida por nuestros genes, nos acerca a nuestra propia hipótesis de conservación de la vida, la elaborada por nuestro cerebro con todos esos aportes.

PERO NUESTRO cerebro se equivoca a veces, porque solo intenta copiar en términos biológicos esa misma ley física de la conservación de la existencia, pero no limitándola a la materia, sino a la conservación de la vida de ese individuo concreto. Y lo hace en función de lo que el cerebro aprende de la propia vida, las vivencias, clasificando como positivas para la subsistencia las agradables y negativas las desagradables.

Pero yerra, porque no siempre lo percibido como agradable es beneficioso para la vida. Hay que tener en cuenta que quizás no se le puede pedir más inicialmente que esos rudimentos emocionales. El salto cualitativo del ser humano se produce cuando su cerebro es capaz de contradecirlos.

El Derecho, y quizás --solo quizás-- antes la religión, son consecuencias de lo anterior. El ser humano intenta establecer sistemas de conducta y convivencia que permitan la conservación del individuo en sociedad, porque un día nuestro cerebro percibió que la supervivencia se aseguraba mejor en grupo que en solitario. De hecho, la religión es un sistema de normas al que se añade un elemento sobrenatural, de manera que nadie desautoriza al emisor de las normas. Es un método muy eficiente para obtener el cumplimiento de las leyes porque sin necesidad de entender por qué la norma es beneficiosa, se cumple por afecto o miedo --las emociones básicas-- al ser sobrenatural, conectándose con esas emociones básicas.

Sin embargo, el Derecho y las religiones maduran cuando se esfuerzan en buscar los porqués, las razones de que un comportamiento sea o no compatible con la convivencia social, y se corrompen cuando simplemente lo imponen con una pura finalidad de control. Buscando los porqués se van descubriendo las maneras óptimas de conseguir el bienestar, que es la síntesis del afecto por la vida, y se entiende que el placer individual es directamente proporcional al placer colectivo que pueda obtener una sociedad. La felicidad masiva es la clave de la felicidad particular, porque solo en un mundo en el que todos se ocupan prioritariamente de los demás es imposible no sentirse seguro. Uno solo no puede llegar muy lejos, pero entre todos podemos llegar a todas partes. Van triunfando los estados que lo han entendido así y basan sus economías en el reparto de la riqueza. Son estados fallidos los que tienden al individualismo y precisan recurrir, entre otras, a la droga del patriotismo --otra forma de individualismo excluyente-- para hacer olvidar a los ciudadanos su miseria.

Pero no es suficiente ese reparto, aun siendo mucho. La solidaridad supone la abolición de la patrimonialización de las relaciones humanas -nadie es de nadie- y de cualquier otra forma de egoísmo. Esa generosidad es lo que hace triunfar al individuo en lo particular como efecto directo, permitiéndole conocerse realmente a sí mismo, saliendo de la esclavitud de la ignorancia. Solo entonces se obtiene el valor más anhelado por cualquier ser vivo: la libertad. Y se aprende que la libertad es la plena consciencia, el fin del misterio. El control de la propia existencia.

*Catedrático de Derecho Procesal