Los españoles tienen ya una conciencia clara de que estamos ante una emergencia ambiental y es necesario tomar medidas para reaccionar. La negación del calentamiento global es ínfima, la inmensa mayoría reclama esfuerzos a los gobiernos y está dispuesta a modificar aspectos de su vida cotidiana y el 57% aceptaría pagar más impuestos verdes, según una encuesta del Instituto Elcano. Esfuerzo, este último, al que, sin embargo, no estaría dispuesto el restante 43%. Una imposición fiscal disuasoria y restricciones de acceso para los medios de transporte u otras actividades menos sostenibles serán imprescindibles para hacer realidad el inmenso cambio de hábitos necesario para reducir en lo posible las dimensiones de la crisis a la que nos enfrentamos. Sin embargo, tras este plantamiento late un peligro. Que el incremento de impuestos sobre combustibles fósiles, el establecimiento de peajes, la necesidad de sustituir los vehículos más envejecidos supongan una carga económica asumible para unos pero difícilmente viable para los sectores con menos poder adquisitivo. La lucha contra la catástrofe que nos amenaza a todos debe evitar la creación de una nueva brecha de desigualdad. Es un peligro real la emergencia de movimientos de malestar social como el de los chalecos amarillos en Francia, desencadenado por el incremento de los impuestos al diesel. Y tampoco es descartable que la percepción de agravios de este tipo lleve a alimentar el negacionismo climático, o al menos a relativizar la gravedad de la situación para justificar la resistencia a tomar medidas necesarias, como ya sucede en Estados Unidos.