Un año después, Barcelona y Cambrils reviven el 17-A con el único propósito de homenajear a los fallecidos y heridos, y acompañar en el dolor a las familias. Imposible no sentir empatía por su pena y tristeza. Perdura aún el miedo de los supervivientes a salir a la calle y la memoria prendida en todo lo perdido: seres queridos, la propia salud o la sensación de tranquilidad. Una camioneta conducida por el fanatismo arrasó con la vida y dejó la memoria de la vulnerabilidad. Muchos sentimos el miedo. Las llamadas nerviosas a familiares, esos mensajes a los amigos, el temor a que el horror estallara en otra esquina, quizá la más próxima a un ser querido. Las imágenes se clavaron en nuestras retinas. El paseo sembrado de cuerpos. Los rostros aterrados de los que huían. Resultará difícil olvidar aquel cochecito de bebé empotrado en un árbol.

Pero también hay otras imágenes. Como el altar improvisado en el mosaico de Miró. Velas, peluches, cartas y flores quisieron borrar el rastro de la muerte, que la vida volviera a brotar de aquel punto de color. Junto a él se congregaron vecinos y turistas, unidos con la fuerza de la fragilidad compartida, con la tristeza indiscutible ante el horror. Desde el primer día, la Rambla luchó por recuperar la vida. No tenemos miedo fue la consigna.

Estos días, las flores han vuelto a la Rambla. Las víctimas agrupadas en torno a la Unidad de Atención y Valoración de Afectados por el Terrorismo han pedido que en el acto de homenaje «no se utilice el dolor ajeno para hacer política». Una tregua. Tan solo una tregua.

Hay muchos días para expresar las discrepancias. Pero no tantos para demostrar la humanidad. Que en el acto de homenaje cada uno vaya con su pena, que las víctimas sean las únicas protagonistas y que en el dolor compartido encontremos el aliento para plantar cara al fanatismo. Al fin, despojados de ideología, todos somos personas, todos sentimos el temor y la tristeza.