Es más agotador no haber ido a Grecia que pasear por el Partenón y Atenas u Olimpia. No hay quien resista contemplar las ansias y sudores ajenos continuados que sufrirlos en la propia carne. Si yo fuera atleta y estuviera en edad de merecer, estaría absorto en lo mío, en las décimas de segundo del antecesor a mi carrera y con eso tenía bastante. Pero ha llegado la globalización y si te quieres enterar de todo quedas más globalizado que la pobreza mundial, algo así como si trataras de llevar al día las cuentas macabras de los muertos, ejecutados y asesinados en este mundo nuestro, sin equivocarte. Con los Juegos Olímpicos pasa lo mismo. En cuanto te descuidas, el chino que salta se ha convertido en un jamaicano que corre o en un piragüista australiano y ya no sabes la marca, de raza y de competición, a no ser que vuelvas a conectar con la televisión en diferido. Lo cual tiene el riesgo de confundirte de canasta o de ciclista o de disco que vuela hasta las rayas a las que debe repasar.

Agotado, sus sudores son los míos desde mi grada de salón y mi aire acondicionado, con lo cual puedes pillar una pulmonía con sólo ejercer tu derecho a la respiración individual, sin jugarte a los chinos con los amigos, el número de medallas que no conseguimos, pese a los lobis o a las drogas estimulantes que sin marca de laboratorio, ya consumían los griegos antiguos para correr más y convertirse en protagonistas de unos versos más o menos afortunados.

¡Señor qué cruz con las medallas!