Entre la hilaridad propia que despiertan los bufones y el esperpento de un patio de butacas que ríe sus gracias, asistimos a un nuevo y poco edificante episodio llamado pequeño Nicolás, nombre familiar con el que se conoce a su protagonista, Francisco Nicolás Gómez Iglesias. Discípulo brillante en la escuela de las juventudes del PP, las fantásticas aventuras de este joven de 20 años han salpicado la imagen del Gobierno, la Moncloa, la Zarzuela, el CNI y la cúpula empresarial en una carrera fantasmagórica que culminó con su presencia en el acto de proclamación del rey Felipe VI.

El caso Nicolás constituye una metáfora bufa de los códigos sin filtro alguno que rigen el panorama político. Que un pícaro con aires de grandeza pueda llegar a codearse y embaucar a altas esferas del país revela el mantenimiento de aquellos perniciosos vicios de la clase política y empresarial que genialmente retrató García Berlanga en La escopeta nacional hace más de 30 años. La reciente actuación televisiva de Nicolás y su conversión en estrella mediática han provocado inmediatos desmentidos oficiales de las instituciones involucradas. No basta. A estas alturas ya son precisas mayores explicaciones y, en su caso, petición de responsabilidades. El problema no es solo de Nicolás y sus fábulas.