VIVIR ES SER OTRO

Lo demás, minucias

Palestinos e israelís vuelven a estar enzarzados por enésima vez a bombazo limpio y con virulencia

Carlos Tosca

Carlos Tosca

Hace un par de semanas, fuimos a Jérica para presentar un libro. Minutos antes de iniciar el acto, me percaté de que en mi dedo anular faltaba el anillo de boda. Su valor económico es moderado, pero el sentimental, como comprenderán, es tremendo; no me lo había quitado nunca en estos ocho años. Me sentí muy desazonado y también un tanto estúpido. Cómo se me podía haber caído al trasegar con las cajas de libros. Estuvimos buscándolo un buen rato sin éxito. Volvimos a casa y pasamos la noche pensando que había desaparecido.

Mi sentimiento de desasosiego lo menguó Georgi. Me recordó que el anillo, pese a la carga de simbolismo, no dejaba de ser un objeto material que podíamos sustituir. Insistió en esa circunstancia hasta que alcancé una cierta paz interior. Tenía, una vez más, toda la razón. Tener, llevar, ese anillo o no hacerlo, en el fondo, nada cambiaba.

Al tiempo que ocurría esta pequeña anécdota, palestinos e israelís se enzarzaban por enésima vez a bombazo limpio. En esta ocasión, con una virulencia como pocas veces se ha visto.

Sé que me viene grande opinar de este conflicto, uno de los más enraizados y complejos de las últimas décadas, del último siglo. Poco, bien poco puedo aportar yo a este delicadísimo asunto. Solo mi estupefacción más absoluta. También sé que voy a generalizar, con todos los peligros que ello conlleva por lo que, esta semana, escribir aquí me emociona en el mal sentido.

No seré yo quien postule una solución, ni mucho menos voy a pretender señalar culpables en un lugar donde, me temo, todos son víctimas, de sí mismos, de su entorno, de la situación, de la historia de su pueblo.

Entorno tóxico

¿Les ha ocurrido que oyen a dos personas debatir sobre una cuestión y ambos parecen, mientras hablan, tener toda la razón pese a lo incompatible de los argumentos? Pues aquí me pasa justo lo contrario, que las dos partes en conflicto me parecen ilegítimas. Lo único que tengo claro, y de forma meridiana, es que ni comprendo ni me queda la más mínima pretensión de comprender a ese padre, a esa madre, que cría a sus hijos en un entorno tan tóxico como aquel, donde el riesgo de que mueran es evidente.

Ningún mandato divino, ninguna razón de justicia social, nacionalista, de principios o territorial vale ni la infinitesimal parte de lo que cuesta la vida de un ser inocente, de tus propios descendientes menores de edad. Aquel padre, aquella madre, que antepone cualquier circunstancia a la seguridad de sus hijos e hijas me parece alguien deleznable. Nada material, nada espiritual, compensa un bombazo que acabe con la vida de niños. No permitiría que mi hijo se criara allí. Preferiría vivir bajo un puente en cualquier sitio antes que someterlo a la tensión, al odio, que rezuma esa zona en conflicto permanente.

Odio acérrimo

Llevan décadas continuas de odio acérrimo, de negar al otro, de querer echarlo de allí; también de victimizarse, unos y otros, sin tregua. Aquello está enquistado de tal manera que, me temo, jamás terminará. Un horror en el que, a mi modo de ver, se pierden todos los argumentos desde el momento en que, en lugar de evitar el sufrimiento de tus hijos, los abocan a que hereden el odio de los progenitores.

El anillo al final apareció en casa, en el despacho, junto al ordenador con el que escribo estas columnas. Menuda alegría me llevé. Pero esa noche en la que me acosté pensando que lo había perdido, me di cuenta de que por mucho que lamentase su desaparición, lo importante era que estaba en casa, con mi mujer y con mi hijo. Los tres juntos, a salvo, en el hogar familiar. Seguros. Lo demás, minucias. Chorradas.

Editor de La Pajarita Roja

Suscríbete para seguir leyendo