He sabido que ha muerto y de mi corazón se ha desprendido un trocito más. Me ocurre cuando por la boca de un conocido o la esquela de un periódico me anuncia que alguien que formó parte de mi vida no le volveré a ver.

El día que me enteré e la muerte de Juan José Salás Babiloni se me cayó un trozo más grande. Recientemente nos habíamos vuelto a encontrar al cabo de mucho tiempo. Una mañana de las pocas que ando por las calles de Castellón me sorprendió que, en a un bello rincón, solo visible a las almas sensibles, le había nacido un pintor, del mismo modo que abraza los nidos de las palomas o de los gorriones. Le observé a distancia. Era un hombre pequeño, con barba de alguna madrugada, fumaba pitillos uno tras otro. No pude soportar la curiosidad de ver qué estaba pintando sobre el lienzo; apenas un esbozo de El Fadrí, del que curiosamente, desde el lugar en el que se emplazaba, apenas podía ver un resquicio.

Me acerqué a él y, bajo aquel aspecto humilde y descuidado, fue resucitando al chico que conocí hacía una pila de años. Juan José, del que desconozco su família, se crió y educó como tantos jóvenes de Castellón en el desaparecido Hogar Sierra Espadán; había en él grandes dotes de liderazgo y sus compañeros, hoy perfectamente integrados en la sociedad, le querían respetaban y admiraban. Mi conocimiento sobre su vida arranca cuando tenía diez años y era el jefe de escuadra en el campamento Jaime I de Alcocebre, cuando este campamento del Frente de Juventudes era una universidad de amor a España (que mal sonará a muchos esto). Su escuadra era la mejor.

Pasaron muchos años y aquella mañana que le vi sentimos una gran alegría al encontrarnos. Mientras compartimos una cerveza en el bar cercano, fue desgranando respuestas a mi sorprendente pregunta: "Juan José ¿Qué haces aquí?" La aventura de su vida estaba marcada por la búsqueda de la felicidad que, por fin, había hallado en aquel rincón de la catedral que los robles sombrean, sonriendo y charlando con la gente que pasa y se detiene viéndole pintar la fachada del Ayuntamiento, la Plaza Mayor, El Fadrí. "No los necesito ver, los tengo metidos en la cabeza", decía.

La charla con él dio motivo a que escribiera uno de los breves relatos de mi último libro Historia de les Palmeretes. Ya le había dado un borrador de lo que escribí, en parte, inspirado por él. Le invité a la presentación del libro y me prometió que asistiría. Tenía miedo de que no le dejaran pasar. Irónicamente le dije que se pusiera limpio, con eso era suficiente. Nos reíamos. El día siguiente se disculpó, no pudo asistir, me dio cualquier excusa.

No le volveré a ver más... Bueno sí. Cada vez que pase por ese rincón de la catedral, sombreado de robles, veré con los ojos del alma la figura menuda y simpática de mi querido Juan José, cuya muerte he sentido. Desde estas líneas envío un abrazo a su família.

¿Acaso no merece que todo Castellón le recuerde con una placa, un monumento o el nombre de una calle?

José Alfonso Aledón