Hablar de las tardes de julio de finales de los 70 y principios de los 80 en la Vall d'Uixó era hablar obligatoriamente de fútbol. En concreto del torneo de verano de peñas que cada año veía desfilar en los campos de tierra de La Moleta a un buen ramillete de jugadores de Primera División que dieron un gran caché esta competición por eliminatorias que trascendió los límites locales e, incluso, provinciales para convertirse en una cita de referencia del fútbol a nivel nacional. Internacionales como Enrique Saura, Arias, Abad, Roberto... saben lo que era competir defendiendo el honor de las peñas de la localidad de la Plana Baixa antes de las pretemporadas de sus equipos... y casi siempre a espaldas de estos.

Albert Carda, maestro, exportero y autor de Bajo Palos (Vinatea Editorial), en el que repasa trayectorias e historias de los guardametas que defendieron la portería del Valencia CF, nos ofrece su visión de aquella época desde la asombrada mirada de un niño que ve desfilar a figuras de renombre del fútbol español en esas calurosas tardes de julio en la Vall.

Lunes 14 de mayo de 1973

En una explanada junto a Cabo Cañaveral se concentran multitud de curiosos que han acudido a ver en directo el lanzamiento de la primera sonda espacial estadounidense. Sobre una polvareda difuminada entre barras y estrellas, las turbinas propulsan al infinito una masa de metal. Una pareja de adolescentes llora abrazada al calor de un cordón umbilical de fuego que se mezcla con la guitarra de Pat Simmons en Long Train Running, el melódico viaje que unos días antes han iniciado Dobbie Brothers y que, a diferencia del trayecto del Skylab, nunca tocará tierra.

Imagen del Skylab

Domingo 22 de diciembre de 1974

Son las cuatro de la tarde y Ernesto Moliner camina nervioso revisando cada rincón de la espectacular sala que se dispone a inaugurar en apenas unas horas en el corazón de la Vall d’Uixó. Suda al ver las dimensiones de la pista de baile vacía y no para de preguntarse si la presencia de Bruno Lomas será suficiente reclamo para llenar aquel desierto iluminado con luces de neón. Su instinto le dice que es cuestión de vida o muerte llenar la disco Donald en su viaje inaugural.

Sábado 2 de abril de 1977

Entre botellines de cervezas vacíos y con prisas por llegar a Donald y evitar las colas, Manolo Montes, Pepe Abad y Ernesto Roig han acabado la reunión y solo les falta elegir un nombre para la peña. Manolo se ha bebido un cajón de quintos sin perder la compostura y tiene la suficiente clarividencia para acabar rápido con el bautizo. Señala un mapa de carreteras que hay junto al televisor. “Anem a fer una cosa, obric el mapa i pose el dit enmig; el poble on caiga serà el nom de la penya”. Soustons es el pueblo francés sobre el que aterriza su dedo índice.

Una de las primeras formaciones de la peña Soustons de la Vall, con un jovencísimo Ricardo Arias (tercero desde la izquierda en la fila superior, junto a Forment, su compañero en el Valencia). En la fila inferior (cuarto y quinto desde la izquierda) otros dos jugadores de Primera División, Abad (Hércules) y Cerveró (Valencia)

Viernes 21 de mayo de 1982

Alfonso Mangriñán despliega sobre el mostrador de la recepción del Hostal La Blanca una camiseta de fútbol azul eléctrico rematada con unas finísimas bandas horizontales en color blanco. El escudo es un sol serigrafiado en amarillo con una inscripción en su interior: Pennyvaisol es un acrónimo publicitario que hace referencia a dos pubs, el Penny Lane y el Vaixell, y al restaurante que regenta en el paraje de Les Coves de Sant Josep Pepe Mangriñán, padre de Alfonso y figura recurrente en los sueños de Alfredo di Stéfano. Cargado de ilusión, Alfonso recorre entre las paradas del mercado de los viernes los escasos metros que separan el hostal del Penny Lane para mostrarles a su hermano y a su primo los colores de la peña que han fundado para disputar el próximo campeonato de verano. A lo lejos suena la megafonía de un Citröen Mehari que anuncia la Donald con la versión del Gloria que acaba de aupar a Laura Branigan a lo más alto de las listas, pero el joven no presta atención, preocupado como está porqué en Deportes Loscar deberían haber tenido en cuenta las temperaturas que se alcanzan en julio junto al Belcaire. Le han gustado las camisetas pero no las encargó en manga larga.

Martes 13 de julio de 1982

Vicente Quevedo ocupa su tiempo libre entre la Rondalla Vallera y su gran afición, el fútbol. Las últimas semanas se ha dedicado en cuerpo y alma a armar un equipo capaz de competir en el campeonato en representación del barrio donde vive, el Grupo. Se deja llevar por su pasión sin perder de vista la mirada orgullosa de su hijo, el pequeño José Vicente, que, sentado junto a él en el banquillo, es la recompensa al final de un camino repleto de noches en vela y llamadas con prefijo en forma de conferencias. Algún día será el padre el que no cabrá en sí de gozo al ver a Quevedo júnior recorrer la banda derecha de Mestalla siguiendo las órdenes de Luis Aragonés.

Pedro Cortés, expresidente del Valencia CF LEVANTE-EMV

Las gestiones le llevan hasta un tal Conejero, que dice conocer al hombre que busca. Está a media hora en coche, en El Puig, su residencia de verano. El viaje de vuelta con el Citröen GS es el punto de partida de una amistad que unirá para siempre a Vicente y Pedro Cortés.

El Ràpid cae a las primeras de cambio ante uno de los equipos con más solera, la Penya Vall de Uxó. Acabado el partido, Cortés mira a su nuevo amigo y le dice: “Tranquilo Vicente, el uruguayo ese que nos ha fulminado acabará algún día marcando los goles para nosotros y ganaremos el campeonato, te doy mi palabra”.

Lunes 4 de julio de 1983

El Pennyvaisol vence por la mínima a la Colònia al descanso pero están sudando la gota gorda ante experimentados peones de Tercera. Ya lo dijo el patriarca, “No os deben dar miedo los nombres. El año pasado, con La Moleta plagada de vedettes de primera fila, el alcalde Zaragoza entregó el trofeo de mejor jugador a José Miguel Torres, el lateral derecho de la peña Cervantes que juega en la UDE. Ese chaval será algún día el orgullo de la Vall, ya lo veréis. Además, ¿qué os voy a contar yo? Si yo le hubiese tenido miedo a Di Stéfano, ahora no estaríamos aquí”.

Antonio Maceda jugaba en el Sporting de Gijón cuando disputó con la peña Colònia un partido en el torneo de verano de la Vall, en 1983

Todo cambia tras el descanso. Antonio Maceda se había acercado a ver el partido desde el Port de Sagunt invitado por los dirigentes de la Colònia y desde el primer minuto sabe que su lugar no está en la grada. Es futbolista aquel que siempre lleva unas botas en el maletero del coche, y Maceda pertenece a esa especie. Su participación en el segundo acto del partido acaba con las ilusiones de los cachorros de un Mangriñán que, eso sí, dormirá hoy con una sonrisa dibujada en su cara. “Os agradezco vuestra insistencia en que me volviese a calzar las botas, pero mi momento ya pasó. No he pisado el campo pero os he acompañado con orgullo en cada ataque, en cada movimiento defensivo. En el fútbol también se gana cuando se vence al miedo y, creédme, hoy hemos salido vencedores. Ahora vámonos para el restaurante que hoy habrá que darle de comer a Maceda y solo Dios sabe lo que debe tragar ese hombre para recargar las pilas”.

Miércoles 6 de julio de 1983

Un jovencísimo Roberto Fernández (tercero de izquierda a derecha en la fila superior), uno de los más grandes talentos que ha dado el fútbol castellonense, con el Olímpic Espadán en el torneo de verano de peñas en la Vall, junto a otros nombres ilustres como Adolfo Marco (ex del Villarreal, entre otros), Calomarde, el exvalencianista Aliaga o los exalbinegros Ribes, Cabrera y Viña

Ximo Guzmán se concentra sentado en un mugriento banco de los vestuarios, hoy se la juegan ante el Soustons. Ximo es un defensa central alto y contundente que desde pequeño quiso ser como Barrachina o Jesús Martínez y levantar una muralla en las áreas de Mestalla para llenar de trofeos las vitrinas del club al que ama. Su carrera no llegó tan alto como el soñó, pero su pasión por el fútbol le ha llevado a formar junto a aquellos que admira en su peña, el Olímpic d’Espadà.

Arriba, de izquierda a derecha, Ribes, Silvestre González, Ximo Guzmán... encabezan un once de la peña Olímpic Espadán en el que se encuentra el ¡león' De Andrés (arriba derecha), recién proclamado campeón de Liga con el Athletic. Es un 6 de julio de 1983

En el salón de su casa descansa la esencia de un fútbol que nunca volverá, tal vez solo existió al final de la Avinguda Sud-Oest de la Vall en un tiempo que pertenece a otra vida. De las paredes de su salón cuelgan fotos que esbozan la más grande y orgullosa de sus sonrisas, postales en las que posa junto a Planelles, Robert Fernández, Aliaga, Salvador Ribes, o futbolistas del CD Castellón que ascendió a comienzos de década como Silvestre González, Viñas, Cabrera o Alberto Ramírez, hijo del exportero del Valencia CF Ramírez Gálmez. También puede presumir de posar con aplomo en el camp de baix de La Moleta junto a un Miguel De Andrés que se acaba de coronar campeón de liga con el Athletic Club.

Miércoles 16 de julio de 1980

Manolo Montes es un gran tipo y el ideólogo de la peña Soustons. También es el entrenador porque nunca se propuso darle bien al balón. Pepe Abad ya no es el Tolo, apodo con el que siempre se ha conocido a su familia en la Vall d’Uixó. Desde que fichó por el Hércules y se presentó en la Platja del Postiguet luciendo las piernas más robustas de La Liga y un bigote milimétricamente perfilado, pasó a ser el Turco Abad.

El bueno del Tolo acepta la propuesta de Montes y Roig y los guía hasta el chalet donde, a pocos kilómetros de Onda, descansa Enrique Saura después de la Eurocopa de Italia.

“El viernes es la semifinal, tienes que venir, Enrique. Ayer en los cuartos Forment se escapó de casa después de mandar a su mujer a un recado. Llegó a La Moleta cojo, dejó las muletas en el vestuario, salió a jugar y marcó dos goles. No te lo puedes perder.”

Saura, en un partido con la selección española ante Inglaterra

Saureta miró al infinito, estaba cansado pero ni podía ni sabía decir que no a un partido de verdad. Su respuesta no se hizo esperar: “Sois unos cabrones, ahora cuando llegue mi mujer le decís que habéis venido a invitarme a una merienda el viernes, que vamos a hacerle un homenaje a Mangriñán o a quien os salga de los cojones. Tacos de goma, ¿no?”.

Jueves 7 de julio de 1983

Me acerco hasta mi abuelo Pepe, que como siempre está sentado en las gradas supletorias que montan para el torneo de verano. Le pido cinco duros para comprar pipas de Cocot. Está charlando con un señor de su edad y espero educadamente a que acaben de hablar. “Toma diez duros y esta estampita que me ha dado este señor. El de la foto es su hijo y juega en el Valencia. Hoy no puede jugar con el Ràpid porque lo acaban de operar, pero ha venido a ver el partido.”

No doy crédito al ver que la estampita es una fotocopia del cromo de Ediciones Este de este año de Fernando Gómez Colomer. En el dorso lleva una especie de matasellos de una escuela de fútbol o algo parecido, Salgui. Me voy a la caza y captura del Catedrático hasta que lo encuentro y le pido que trace su autógrafo en aquel pedazo de papel que le cambió la cara. “Esto te lo ha dado un señor mayor, ¿verdad?”, me preguntó con cara de pocos amigos.

Domingo 10 de julio de 1983

La Caja Rural San Isidro nació hace décadas como cooperativa agrícola para dar solución a las necesidades de los valleros que cultivaban con esmero las mejores naranjas del mundo. Su primera sede del carrer La Mercé se quedó pequeña y ahora decenas de albañiles sudan la gota gorda subidos a un andamio un caluroso domingo para levantar a contrarreloj en la Plaça de la Pau las nuevas oficinas de la entidad. Vicente Quevedo y Pedro Cortés acaban de tomar un café en el Bar España. De camino a los campos de La Moleta, donde el Ràpid del Grupo disputa la final del campeonato de verano contra el Olímpic d’Espadà, Vicente interrumpe el debate de si el Lobo debe jugar o no de falso punta e invita a su amigo a admirar el mármol del edificio que se está levantando a pocos metros del semáforo de la calle Benigafull en el que se ha detenido el primer Mercedes del exitoso empresario de la nueva industria de la paquetería.

El ya fallecido 'Lobo' Diarte

“¡Hostia, Vicente! Ese que está en el andamio es Casquete. Juega en Preferente pero es el mejor defensa central que he visto en mi vida. Si conseguimos bajarlo de ahí y encontramos unas botas del 46 no hace falta discutir dónde coño ponemos a Diarte, que la copa es nuestra”. Fernando Gómez Colomer y su padre han llegado a la Vall en el coche de Pedro Cortés, entrenador de la Penya Ràpid, que no ha podido alinear a Fernando pero si ha cumplido con la promesa de contar con un tal Lobo Diarte que machaca en la final al Olímpic d’Espadà, que no pudo con una defensa liderada por un tipo que jugó lleno de pegotes de yeso.

Domingo 15 de julio de 1979

Iaio, ¿a quina hora cau l’Skylab?” Mi abuelo Pepe me mira con cara de circunstancias. Él ansía tanto como yo ver la final que van a jugar en poco más de una hora la Penya Guzmán y La Manjòvena, la peña por la que siente casi tanta devoción como por el Barça después de que se hubiese fundado en el bar donde pasa la mayor parte del día jugando al xamelo y al truc. Los dos saltamos como posesos dos días antes después de una emocionantísima semifinal en la que la suerte de los penaltis sonrió a la Manjòvena contra el Carbonaire.

Una sonda espacial me ha alejado de las estrellas y me ha mostrado el lado trágico de mi existencia. También me ha enseñado que la vida es un jodido chiste pues un amasijo de hierros ha recorrido el cosmos para caer en un desierto justo en las antípodas de donde mi abuela cierra los ojos agarrada a un rosario. Yo me he perdido una final y la NASA ha sido multada por arrojar basura en territorio público. Lo peor es que nunca sabré quien ha ganado la final, aunque quiero pensar que mi abuelo me dirá algún día que fue el Olímpic en un partido épico que él y yo vivimos en la distancia, mirándonos de reojo sin perder de vista el cielo.

Domingo 3 de octubre de 1993

Siempre me sobreviene el miedo cuando me coloco bajo palos. He asumido hace mucho que es un peaje inevitable que va unido al vértigo que sientes cuando aterrizas después de tu mejor parada. Me ha costado autoconvencerme para volver a ponerme los guantes en el campeonato de peñas después de muchos años sin jugar al fútbol. No he podido negarme a jugar en el Soustons. No puedes rechazar jugar en un equipo en el que se alinearon pocos años atrás Juan Cruz Sol, Cabral, Pepe Cerveró, Enrique Saura, Ricardo Arias, Abad o Forment, el hombre que hizo temblar los cimientos de Mestalla. Aquellas primeras camisetas que imitaban la del Ajax de Amsterdam han dado paso a unos horribles envoltorios noventeros de color verde, pero no, no puedo dejar pasar la oportunidad de lucir aquel escudo que se bordó con el nombre de un pueblo perdido entre viñedos en la Nueva Aquitania. No existe nada más romántico, aunque el precio incluya madrugar los domingos y pelarme las rodillas en el silencio de una portería perdida junto al cauce seco de un río. Se lo debía al niño que fui, aquel que se asomaba a los vestuarios intentando diferenciar el vapor de agua del humo del cigarro Winston que se fumaba Arias después de marcar la línea defensiva del Soustons y lanzar pases en profundidad para que mis mayores vibraran con la carrera de Pepe Abad, el orgullo del Carrer Cervantes desde que, jugando en el Hércules, batió a Peio Artola en un partido de los que televisaban justo antes de Sábado Cine.

Domingo 2 de mayo de 2021

Siempre intento evitar aquello de “cualquier tiempo pasado fue mejor”, me asusta su contundencia y la posibilidad de que esté cargado de verdad, una verdad capaz de acelerar aún más mis días como castigo ante la queja que lleva implícita.

Como la canción de Alphaville, ese tiempo pasado que dibuja nuestra postal más luminosa dura poco más de tres minutos, un espacio de tiempo donde los veranos son eternos. Fui muy afortunado en aquellas canículas libres del bochorno pegajoso que ahora me hace esperarlas con cierto temor. Aquellos días de sol traían hasta mí a los futbolistas que idolatraba, personajes que los niños de mi edad solo veían en los cromos mientras yo me frotaba los ojos al verlos salir de los vestuarios de La Moleta. Salían con la camiseta colgada del hombro, con el torso empapado aún después de la ducha, en dirección a la cantina para beberse de un trago un quinto de El Águila o Skol mientras se fumaban un rubio americano.

Disco Donald cerró sus puertas hace años. Su pista circular dejó de gravitar al ritmo de acordes que perfilaron a una generación que solo supo amar cuando todo desaparecía en torno a una mirada infinita que se fundía con una canción para atrapar el único amor verdadero en aquellas noches elípticas. Tampoco existen ya el Valle del Sol, el Vaixell y el Penny Lane. La Moleta luce hoy un tapete postizo que hubiese desvirtuado los vuelos de González, Villalba o Riaza, románticos guardianes que defendieron reinos embarrados apostados sobre las astillas de sus puertas. Raül Carda se llama el futbolista que hoy danza sobre un jardín de plástico y me saca una mueca de admiración. En sus botas también descansa mi verdad, aunque después se duche con agua caliente y no entienda de camino a casa lo lejos que queda La Moleta que conoció su padre por mucho que intente explicárselo. Tampoco importa.

Imagen actual de los campos de fútbol de La Moleta, en la Vall, ya con superficie de césped sintético

Un plato combinado, rematado con un pijama de postre en el Valle del Sol y la entrada a Disco Donald ante la mirada expectante de centenares de jovencitas llegadas de toda la provincia era la recompensa para aquellos héroes que se lanzaban sobre el más áspero de los tapetes para rebañar un balón pelado que en ocasiones iba a buscar al río después de un despeje contundente. Les movía la verdad que les correspondió en el tiempo, jugaban al fútbol porque era lo que más les gustaba, sin importarles el sofocante calor, ducharse después en unos vestuarios con el suelo sin lucir o la sanción que les podía caer por parte de su club, que en ocasiones no era conocedor de aquellas batallas que libraban antes de exhibir su porte atlético en Donald con los primeros acordes del Long Train Running, una canción que no dejará de sonar nunca para ellos. Tampoco para mí. Tal vez fue la banda sonora de un tiempo pasado que no sé si fue mejor, pero sí fue un tiempo en que La Moleta y mi vida olían a fútbol de verdad. Fue mi tiempo y se edificó sobre tardes que ya no existen pero me regalaron el perfume que dejaba a su paso un río sin agua justo allí donde se levantó mi paraíso.