Conocí al padre Ricardo en mis tiempos de estudiante de Bachillerato. Vivía en una modesta casa en la calle Mayor, que pertenecía a la parroquia de Santa María, separada ocho o diez puertas de la mía que era el número 138, donde nací, y debo decir que muy pronto hubo una gran vinculación entre nosotros. Le ayudé en muchas misas en los tiempos de la vieja iglesia mayor, siendo arcipreste don Joaquín Balaguer y sacristán aquel personaje galdosiano que era Micalet, vestido con su típica blusa de labrador.

Desde siempre me cautivó su cercanía, su trato afectuoso y cordial y, sin duda, su talento y preparación. Mossén García, como le llamaba en aquellos tiempos era muy leído. No es extraño que el primer prelado de la diócesis, monseñor Pont i Gol le nombrase vicario episcopal. Con eficacia, diligencia y abnegación trabajó en ese menester, sin que jamás su puesto de privilegio le envaneciera.

Seguía siendo aquel vicario joven y afectuoso, delgado, muy humilde, para el que el día parecía tener más de 24 horas, porque no solo atendía su menester del cargo en el palacio episcopal, sino la pastoral en la parroquia y, sobre todo, su atención a los más necesitados.

Su vida dio un vuelco cuando tras su particular metamorfosis iluminada, como San Pablo, abandonó su puesto en la nunciatura del obispado, para hacerse cargo de la que era la parroquia más marginal de la ciudad, la de San Juan Bautista de Pueblo Seco, situada más allá del histórico pont de ferro, que cerraba el barrio de la Guinea. No veía yo a aquel sacerdote afectuoso, con un cierto punto de timidez, en un lugar que ya, desde el origen, estaba estigmatizado socialmente. Cómo me equivoqué. Sin perder ninguna de sus condiciones se hizo querer y respetar de los escasos feligreses que tenía en aquella iglesia pobre de cuatro paredes, exenta de adornos y fue ganándose día a día al vecindario por su comportamiento siempre desprendido, por su dedicación afectuosa, y por encima de todo, por su caridad.

Él iba a ser un vecino más del barrio que estaba dispuesto a entregarse y a ayudar a cualquiera que llamase a su puerta. Abandonó la sotana, como un uniforme de distinción y vistió siempre con una modestia casi indigente. Desde aquel momento le llamé Ricardo, pero siempre reverencié su condición de sacerdote comprometido paradigma de lo que para mí es la verdadera iglesia. Nunca tenía dinero en el bolsillo porque su magro sueldo siempre iba a parar a los que tenían menos que él. Ese ejemplo le concedió una particular fama y aureola de espiritualidad en su zona de apostolado y comenzó a extenderse por Castelló. Pero no quedaron ahí las cosas, con una fe de voluntad de acero, un afán de servicio infinito y un amor a los demás convertido en la caridad más extrema, creó primero una escuela para 40 niños gitanos a fin de promover la integración de este hábitat en los grupos de San Agustín y San Marcos.

Después vino la creación de la Asociación de Transeúntes, Mendigos y Gente Sin Techo (Tramensin), que tuvo repercusión nacional, por ser la primera y única entidad de estas características en su tiempo. El ambiente de aquel centro de menesterosos molestó al vecindario que, con poca comprensión y menos misericordia, los expulsó de allí. Lo que le llevó a crear otro local en la vecindad del antiguo regimiento Tetuán 14 donde surgió la Obra Social de Integración al Marginado (OSIM). Su carisma y su voluntad lograron la colaboración de mucha gente, empezando por sus hermanas, en particular Mari Ángeles, instituciones y empresas y el comedor inicial para quienes estaban privados hasta de ese derecho básico en la sociedad, pronto pasó de los 25 comensales diarios a cerca de 200. OSIM creció surgiendo en su seno la Granja Sunamita, de acogida para los sin techo, el Centro Viu-sen-sal para recuperación de drogodependientes y la Alquería, residencia para enfermos de Sida.

Pero no creamos que su labor fue fácil. Su almacén de víveres fue robado muchas veces y él fue agredido y violentado por drogadictos para obtener dinero para su carestía de droga, que nunca pudieron lograr porque no tenía un duro en el bolsillo. La comprensión y el perdón, exentos de rencor, estaban siempre en su boca y en su corazón. Recuerdo que al principio del comedor fui a ayudar, motivado por el afán social y evangélico de mi amigo el sacerdote, pero la situación pudo conmigo, fui cobarde y renuncié. Fue él quien me señaló que mi carisma era otro, el de la enseñanza y la cultura en pro de mi ciudad, con una comprensión infinita. Siempre le decía que era el padre Damián de Castelló. Y él con rostro sonrojado me respondía: «Me quieres demasiado».

Sirva un ejemplo de hasta qué punto la labor de este hombre rozaba la santidad. Un día me contó que en la Granja Sunamita surgió un conflicto, con extrema violencia y heridas, entre una pareja de españoles y unos africanos. Cito sus palabras textuales: «Se rompieron los rostros, pero más rotos quedaron aún sus corazones. Se cruzaron iracundas amenazas de muerte. A pesar de mis esfuerzos, no pude abrir ninguna rendija a la reconciliación ni en unos ni en otros. No podía sino rezar por ellos, centrando mi plegaria, en suplicar a Dios la paz y la reconciliación. Lo emocionante fue encontrarme al día siguiente a la salida de la eucaristía al grupo de contendientes pidiéndose perdón y mostrando su pesar por lo acontecido».

Su labor no pasó desapercibida. Comenzó a recibir galardones institucionales, como el de hijo adoptivo de Castelló, el premio de la Paz de la ciudad, la medalla de la provincia y la alta distinción de la Generalitat. Jamás los acepto con vanidad sino como una forma de dar a conocer su labor y tratar de despertar las conciencias de la gente en pro de la caridad que, como bien me dijo el cardenal Tarancón, es la ley capital de la iglesia. La vida del padre Ricardo García es una de las mejores novelas de Dios, a la que anteayer puso punto final.