De Castellón a Ucrania: Diario de un vallero en la guerra

A Javier Peñarroja, un hombre inquieto, profesor, músico y en otros tiempos periodista, siempre le ha gustado vivir los acontecimientos en primera persona. Hace unos días, junto a su compañera ucraniana Valeria, viajó a Ucrania para ver con sus propios ojos los efectos del conflicto

Javier Peñarroja

Primer día

Atravesando fronteras

La entrada a Ucrania estaba desierta. Los vehículos se agolpaban en el otro lado, hacia la salida del país. Solo dos camiones y el autobús en el que yo me encontraba, lleno de mujeres que atesoraban maletas inmensas en las que cabría la vida entera de una persona. Yo apenas llevaba una pequeña maleta y una mochila verde kaki con la cámara, el neceser y el móvil. El frenazo brusco del simpático conductor nos despertó a todos. Entró un agente y nos pidió el pasaporte a todos. En el montón de documentos destacaba el mío, en color borgoña, junto a las decenas de pasaportes azules de Ucrania. Nos hicieron bajar del autobús y nos indicaron que entrásemos en una pequeña construcción que separaba Polonia de Ucrania. Dentro de la habitación había una garita con un militar y un flexo. El militar me llamó y empezaron las preguntas. 

--¿Español, no? 

--Sí 

--¿A qué te dedicas en España?

--Soy músico y maestro.

--¿Alguna cosa más?

--Bueno, periodista también.

Su cara cambió de repente, me miró y miró a mi compañera Valeria. Ella empezó a hablar con él en ucraniano. Los dos me miraban y entendía que se referían a mí y que algo pasaba. Me miró de nuevo y siguió preguntando. La tensión desapareció.

--¿Sabes que ahora te podremos reclutar para el ejército? 

--Su sonrisa me indicó que no hablaba en serio.

--Si queréis ganar la guerra no deberíais contar conmigo. 

--Devolví la broma.

--¿No tienes miedo?

--Los españoles no tenemos miedo a nada (le sonreí).

Valeria me explicó al terminar la entrevista que había tenido que decir que íbamos a casarnos y yo iba a conocer a su familia en Ucrania, por eso bromeó con reclutarme. Ya en el autobús, una hora después, estábamos en Ucrania. Las carreteras estaban desiertas. Ni una luz de un coche de un pueblo a otro. Los carteles de las carreteras en cirílico, las banderas nacionales en todas las casas de los pueblos que atravesábamos. Quedan unas horas para llegar a Kiev.

Segundo día

Minas y erizos de hierro

Amanecía más allá de las praderas blancas por la nieve cuando llegábamos a Kiev. El escenario de las afueras de la ciudad era un infierno. Ruinas coronadas por la bandera azul y amarilla, paredes negras por los incendios previos a la liberación... Los márgenes de las carreteras estaban marcados por señales con calaveras que indicaban en rojo que se trataba de un campo minado. Tardarán tiempo en desminar el territorio que el ejército ruso minó antes de que la zona fuese liberada.

Entramos en la ciudad y, desde la ventana del autobús, en la estación se percibe una actividad frenética. Cuando bajamos veo abrazos de reencuentro entre los pasajeros y sus familiares y amigos. Alguien me toca a la espalda y oigo «Bienvenido a Ucrania, Javier!». Nadie me conoce allí, pero cuál es mi sorpresa cuando me doy la vuelta y encuentro a Maksym. Fue alumno mío de español en Almenara en los primeros meses de la guerra y se enteró que íbamos a Kiev, así que no dudó en recogernos para enseñarme la ciudad y llevarnos al apartamento que había alquilado. Para mí, finalmente, también había un abrazo en la estación. Desde el coche, la ciudad se percibía en medio de un ambiente de tensa normalidad. Las calles están llenas de militares, erizos de hierro y sacos de arena combinados con el paisaje de una ciudad medio llena de personas que van a trabajar, al supermercado o a la universidad. Desde luego no es el ritmo normal de la capital de un país, pero la vida cotidiana necesita abrirse camino, supongo. 

Maksym me llevó a la estatua de la Madre Patria, uno de los monumentos más icónicos de la ciudad. A los pies de la estatua y de la inmensa bandera que la acompaña, en el mismo parque, se muestran varios tanques rusos capturados tras la retirada rusa del asedio a Kiev. Impresiona ver estos carros que hace unos meses perpetraban masacres y crímenes de guerra como la de Bucha, por orden de Vladimir Putin. La gente escribe insultos, vítores a Ucrania y escupe a los tanques. No son un monumento más a respetar, sino un símbolo a la humillación y un instrumento de desquite, un tanto de andar por casa, de los ucranianos.

Por mi debilidad por la historia del arte quise visitar el monasterio de las cuevas de Kiev, uno de los centros religiosos más importantes para los ortodoxos. Está custodiado por militares y no pudimos entrar. También el seno de la iglesia ortodoxa está en guerra, en este caso entre el patriarcado de Kiev y el de Moscú, por lo que temen que los donativos entregados a los monasterios que dependen de este último, vayan a Rusia. A pesar de ello, el gobierno no ha desmantelado monasterios ni dañado edificios o a sus monjes, actitud que contrasta con el ataque ruso a una iglesia ucraniana en la región de Zaporiya. 

Hemos quedado para cenar con Vlad y Lolita. Vlad es un periodista y presentador de televisión al que conocí por Instagram hace meses. Es tan alto como imaginaba y de unas maneras elegantes y comedidas. Me pregunta sobre Valeria en España, si tiene amigos, si está feliz. Le interesa mucho ver cómo España vive el conflicto y qué visión tenemos los españoles sobre Ucrania y Zelensky. «Nuestro presidente tiene un problema con los corruptos que siguen en el gobierno del país, aunque ahora no puede permitirse el lujo de perder su favor», lamenta. Tiene un criterio muy bien formado sobre la situación, lejos del sensacionalismo informativo. Lolita trabaja como editora de imagen en la televisión. Es delgada, rubia y de ojos claros y se mueve con elegancia.

Tras la cena volvemos al apartamento, en el que nos garantizan que el suministro de agua y luz está cubierto las 24 horas. Es curioso ver como los establecimientos turísticos no publicitan un jacuzzi o wifi incluido, sino que el edificio está protegido y el suministro de agua y luz están garantizados.

Tercer día

Silencio y verde kaki

Kiev amanece nublada, como ayer. No me apetece irme a mi destino sin visitar un poco la ciudad, aunque sea en estas circunstancias. Las calles están muy desiertas, y entre los coches aparcados me fijo especialmente en los que están pintados de verde kaki con spray. Coches militares y coches civiles que simulan ser militares.

Me explicaron que esos coches son de civiles que quieren ayudar al ejército en distintas tareas. A saber: transporte de personas y materiales, ayuda en retaguardia, transporte humanitario… Hay decenas de tiendas de ropa militar e imitaciones de distintivos militares. Es la moda del país ahora.

La calle Khreshatik es una calle amplia, de las más importantes e icónicas de la capital. Todo allí es grande y tiene ese aire soviético entre gris y monumental. Pero toda aquella grandeza queda empequeñecida ante el monumento de la famosa Plaza de la Independencia (Maidan), cuyo césped está cubierto de cientos de pequeñas banderas ucranianas que la gente clava en la tierra para recordar a caídos en el frente, escribir deseos de paz y de futuro.

Imagen captada por Javier Peñarroja en Ucrania.

Imagen captada por Javier Peñarroja en Ucrania.

Cruzando la plaza, encontramos el arco metálico que cubría el monumento de la amistad entre Rusia y Ucrania, simbolizado por dos hombres levantando juntos una estrella con la hoz y el martillo. Ahora no cubre nada. El monumento fue, lógicamente, desmantelado hace un año al comenzar la guerra. 

San Miguel de las Cúpulas Doradas es un monasterio ortodoxo de visita obligatoria. Entrar allí es como entrar en otra dimensión. No había luz eléctrica, sino decenas de cirios y la poca luz que entraba por las ventanas. Los feligreses se arrodillaban y rezaban con la cabeza agachada y dándose golpes de pecho. Por respeto no me atreví a hacer fotos, pero no pude aguantarme y tuve que grabar los cánticos que los sacerdotes, rompiendo el silencio, entonaban a tres voces en el ritual de un funeral. A sus puertas se amontonan más vehículos traídos desde el frente. Uno de ellos no era un tanque, ni un avión, sino un utilitario. Me llamó la atención que estuviera allí con los vehículos de guerra.  

Banderas de Ucrania recordando los caídos en la guerra.

Banderas de Ucrania recordando los caídos en la guerra. / JAVIER PEÑARROJA

Se trata de una de las noticias más escalofriantes de la guerra. En marzo del año pasado, este coche huía de la región del Kiev, en dirección al oeste del país cuando fue ametrallado por un BMP ruso. En las ventanas, con cinta aislante, un hombre había escrito la palabra «niños». En el ataque murió la familia del hombre, incluido el niño de dos años. Ver ese coche me dejó sin palabras. Con un nudo en la garganta que, a día de hoy, no he podido desatar.

Nos esperaba el tren a KriviyRig. La estación de Kiev era más espectacular por dentro que por fuera. Cientos de personas se agolpaban en largas colas. Me costó no perderme en aquel barullo por no poder apartar la vista de cada rincón dorado. Todo es más lento ahora. Controles en cada estación, detectores de metales… La nueva cotidianidad en medio de una guerra, supongo.