HISTORIA

Los héroes del Puente Nuevo

Decenas de vecinos de Castelló, Vila-real y Almassora perecieron en el intento de frenar la invasión del ejército de Napoleón el 9 de marzo de 1810

Tras diez años de trabajo, el pintor Vicente Traver Calzada expuso en el vestíbulo de la Diputación unos monumentales murales entre los que destaca la masacre del Puente Nuevo.

Tras diez años de trabajo, el pintor Vicente Traver Calzada expuso en el vestíbulo de la Diputación unos monumentales murales entre los que destaca la masacre del Puente Nuevo. / MEDITERRÁNEO

Antonio Gascó

Antonio Gascó

En plena Guerra de la Independencia, en la que el pueblo español se opuso a la invasión del ejército napoleónico, las tropas francesas, tras posesionarse de la importante plaza de Morella, descendieron desde el Maestrazgo hasta la Plana Alta, deteniéndose en la Pobla Tornesa, desde donde llegaron a Vila-real, para unirse a otro cuerpo de la milicia comandado por el general Suchet. Éste solicitó a la villa en la que había sentado plaza y a Castellón, víveres y avituallamiento para sus tropas. La capital que ardía en un fervor patriótico insumiso a la invasión napoleónica (ya había ajusticiado en una revuelta popular, el 9 de junio de 1809, al gobernador Pedro Lobo, acusado de afrancesamiento) se negó a satisfacer la exigencia del mariscal galo, quien destacó parte de sus tropas para castigar la desobediencia a su requerimiento. 

En medio de ese clima perturbado de exaltación nacional, que había incrementado la derrota de Bailén, a un ejército considerado invencible, los castellonenses, ebrios de fervor paisano, como sucediera en Zaragoza o Gerona, decidieron que las tropas napoleónicas no entrarían en la ciudad.

En la mañana fresca de aquel 9 de marzo de 1810, los hombres, excitados, sin hacer distinción de oficio y clase social, cogieron sus armas y útiles de caza, sus navajas, sus enseres de labranza, guadañas, azadas, palos, horcas… y salieron a la calle, formando un pelotón que se dirigió hacia el puente nuevo (construido en 1790) que une aún hoy Castellón y Vila-real, con el ánimo de rechazar la invasión. De nada sirvieron las prudentes amonestaciones de Gabriel Segarra y Francisco Tirado, quienes conocedores del poder de las tropas francesas, intentaron parar la masacre que se avecinaba, solicitando de la masa que atendiera al avituallamiento pedido. 

Por el camino, como narran, Gimeno Michavila, Benito Traver o Arcadio Llistar, con enardecida prosa, vecinos de Almazora y Vila-real se unieron a la partida castellonera de entusiástico patriotismo. Se organizaron en pelotones y desplegaron guerrillas, cortaron gruesos pinos, que por aquel entonces abundaban en toda la Plana, lanzándolos, a modo de barricada, sobre el puente y esperaron, con gritos pendencieros de desafío a los franceses. Éstos, expertos en el combate, con dos batallones y 500 soldados a caballo, dieron la vuelta y simularon una retirada, como amedrantados por la hostigadora bravura de los defensores.

Los castellonenses, engañados, viendo la hora de propinar a sus enemigos un revés, saltaron de su parapeto, saliendo en su persecución y fue en ese momento cuando la caballería napoleónica dio la vuelta al galope lanzándose sus coraceros, sable en mano, contra el conjunto de labriegos y menestrales, mientras la infantería flanqueaba el puente cercando, en su totalidad, a los de la Plana. El relato de la época, muy galdosiano, refiere que, de repente, todo se convirtió en un infierno de humo de pólvora, de caballos pisoteando cuerpos ensangrentados, de gritos de dolor y de furiosas luchas cuerpo a cuerpo, entre ambas facciones. De poco sirvió el valor, la temeraria y enconada resistencia de todos y cada uno de los ardientes defensores de sus tierras. Sin orden ni concierto, faltos de organización y estrategia militar, fueron pronto arrollados.

Los franceses entraron a media tarde en Castellón, llevando la destrucción, el saqueo y la rapacería por doquier, volviendo al anochecer a Vila-real donde tenían su cuartel general, acarreando un espléndido botín.

La gesta se saldó, en aportación documental de Gimeno Michavila, con 77 muertos, 55 de Castellón, 6 de Vila-real y 17 de Almazora, además de gran número de heridos y prisioneros que, seguramente, triplicaban a los muertos, hablando los historiadores de más de 200 bajas en total. Entre los cadáveres no hubo distinción de clases. Mossén Cristóbal Linares, ecónomo de Almazora, encargado de la penosa misión de certificar las defunciones, hizo constar en el escrito «muertos por los sables de los gabachos» alegando, con esa denominación, la repulsa hacia los invasores.

Un siglo después

Un siglo más tarde, el 9 de marzo de 1926, en plena dictadura de Primo de Rivera, que se complacía en exaltar las gestas heroicas del pasado como un referente de exaltación nacional, se inauguró cercano al lugar de la batalla el obelisco obra del escultor castellonense Manuel Carrasco, que ostenta en su cara frontal una lápida de bronce (obra del vila-realense José Ortells) que reza así: «A la memoria de los bravos defensores del puente nuevo contra la invasión extranjera en 9 de marzo de 1810. Los Ayuntamientos de Almazora, Vila-real, Castellón y la Diputación Provincial en el centenario de la gloriosa fecha».

La obra de Traver Calzada muestra el mejor realismo historicista, como prueba la precisión de los detalles. Sirva de ejemplo, por su nimiedad, totalmente opuesta a su trascendencia icónica, la imagen de un escorpión, con la cola y el aguijón enhiesto, que aparece sobre el tronco.

La obra de Traver Calzada muestra el mejor realismo historicista, como prueba la precisión de los detalles. Sirva de ejemplo, por su nimiedad, totalmente opuesta a su trascendencia icónica, la imagen de un escorpión, con la cola y el aguijón enhiesto, que aparece sobre el tronco. / MEDITERRÁNEO

Traver Calzada, para pintar esta aventura épica, que ocupa toda la amplia parte rectangular del cuadro, que se conserva en el vestíbulo de la Diputación Provincial de Castellón, tras informarse de antiguos libros y recabar consejo de eruditos militares, vistió con ropas de época (basándose en grabados y pinturas decimonónicas) a varios hombres de distintas cataduras y fisonomías, en el exuberante jardín de su horaciana casa. Acumuló troncos sobre la tierra, a modo de representativo atrezo escenográfico, para configurar la escena de acuerdo con los relatos de los historiadores e hizo adoptar las más briosas y enardecidas actitudes a sus modelos (casi todos amigos que se prestaron gustosos a la colaboración), a fin de conseguir figuraciones que luego fue cambiando y disponiendo a placer, según veía que podían tener un efecto plástico más ardoroso para representar la batalla o también una mejor disposición, buscando la acción, el movimiento y, sobre todo, la bravura emocional.

La paleta es la histórica velazqueña, con tonalidades oscuras, grisáceas, pardas y ocres, sobre el característico fondo conocido en términos plásticos como «verdacho», para intensificar y multiplicar la eficiencia del color, singularmente en las anatomías desnudas.

La pieza enlaza con el propósito de la pintura de historia del realismo decimonónico, tanto por la motivadora energía de la solución del tema, como por la precisión de los detalles. Sirva de ejemplo, por su nimiedad, totalmente opuesta a su trascendencia icónica y perceptual, la imagen de un escorpión, con la cola y el aguijón enhiesto, que aparece sobre el tronco más inferior en primer término. Toda una simbología del agresivo encono envenenado de la acción bélica. Una rúbrica de la imaginación del artista, a la hora de cuajar poderosas metáforas de vigorosa invectiva, con referentes ordinarios, como puede ser ese minúsculo arácnido.

La Guerra de la Independencia generó manifestaciones artísticas desde el momento trágico de su estallido, aunque las primeras no tienen precisamente una finalidad plástica, sino la de sostener y animar el espíritu combativo de las gentes, es decir, convertirse en un arma más de la resistencia del pueblo contra el invasor. Son manifestaciones, quizá no muy acordes con los cánones cultos, pero en cambio, responden plenamente a la primera exigencia del arte, la de ser un medio de comunicación y, como tal, se las valora hoy. Dichas manifestaciones, por las limitaciones y condiciones de su nacimiento, se reducen al medio más espontáneo, rápido, económico y de mayor difusión: el grabado y las estampas. Son muy simples, con la tradicional división en buenos (el sufrido y heroico pueblo conquistado, con abundante presencia femenina) y malos (el cruel y despiadado invasor), por lo que es normal la inspiración en composiciones religiosas precedentes. Tampoco faltan los que recurren al sarcasmo y a la sátira mordaz como fórmula de desahogo de la impotencia del oprimido y dominado, como muestra de su exaltación exuberante y, a veces, despiadada cuando se convierte en vencedor. En este caso encierran todo un muestrario de comportamiento popular, que va desde el desdeñoso menosprecio a la crítica denigrante, pasando por la jactancia escatológica de la expresión popular.

Pero, al margen de todo, con posterioridad, grandes autores del romanticismo y del realismo, en un momento en el que las naciones ven aflorar sus fervores nacionales, apostaron por el tema y sus obras vieron sacralizada su fama al obtener galardones en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes que sancionaban pinturas y artistas. La lista podría ser muy prolija. Sirvan a título de ejemplo La rendición de Bailén, de Casado del Alisal; La heroína de Perelada, de Antonio Caba;  El gran día de Girona, de Martí Alsina; Manuela Sánchez, de Federico Jiménez Nicanor; La heroína Agustina de Zaragoza, de Marcos Hiraldez Acosta; Asalto al Monasterio de Santa Engracia, de Louis Lejeune; La muerte de Daoíz, de Manuel Castellano; Las víctimas del tres de mayo, de Palmaroli; Malasaña y su hija, La defensa del púlpito y La defensa del campanario de San Agustín, óleos todos de Álvarez Dumont; Agustina de Aragón, de Navarro y Cañizares; Los sitios de Zaragoza, de Marcelino de Unceta; La madrugada del tres de mayo, de Marcelo Contreras… entre otros muchos y, por supuestísimo, Los fusilamientos de la Moncloa, La carga de los mamelucos y otras obras de menor envergadura, que no de menor interés, unidas a la impagable y dramática serie de Los desastres de la guerra, del que fue su mejor testificador plástico: Francisco de Goya.

Pues bien, a estas notables obras, sin duda, cabe añadir hoy, doscientos años más tarde, con plena justicia, la visión de Traver en este tema que afecta a la historia de nuestra tierra.

Almassora ejerció de localidad anfitriona en el homenaje a los Héroes del 9 de marzo de 1810 que cayeron en la batalla del Puente Nuevo contra las tropas de Napoleón.

Almassora ejerció de localidad anfitriona en el homenaje a los Héroes del 9 de marzo de 1810 que cayeron en la batalla del Puente Nuevo contra las tropas de Napoleón. / MEDITERRÁNEO

Ayer, representantes de los consistorios de Almassora, Castelló, Vila-real y la Diputación Provincial realizaron una ofrenda floral para mantener vivo el recuerdo de aquellos héroes anónimos. La alcaldesa de Almassora, María Tormo, encabezó el homenaje, junto a la primera teniente de alcalde de Vila-real, Silvia Gómez, y el concejal de Relaciones Institucionales de Castelló y portavoz del equipo de gobierno, Vicente Sales, junto a otros representantes institucionales.