Nos despertamos a las 8.00. Los niños vienen, nos dan un beso de buenos días y pillan con celeridad sus tabletas para conectarse y matar marcianitos. ¡Viva la tecnología!

A las 8.30 desayunamos café, leche con cacao, zumo de naranja y los restos del desayuno de ayer. Queda algo de coca de Nocilla, unos pocos cruasanes y una ensaimada. Sigue siendo un ágape digno de los dioses del Olimpo.

Me siento frente al ordenador bien temprano. Nos ha entrado un trabajo urgente en el despacho y hemos de cumplir con los objetivos marcados. Comparto espacio con mis hijos, que a duras penas pueden hacer los deberes con su madre. La web Mestre a casa se cuelga más que el monigote del juego del ahorcado. Vengo criticando esta circunstancia, con la intención de que alguien se ponga las pilas, desde hace casi dos meses, pero veo que solo ha servido para lo mismo que mear para adentro.

Los primeros días de marzo, los defensores de lo indefendible dijeron que esa plataforma se había creado en apenas cinco días y que claro… ¿Qué esperábamos? ¿Cómo osábamos exigir más? Como si esta castaña pilonga de página web fuera lo mejor que nos pudieran ofrecer.

Aceptando barco como animal acuático y pulpo como animal de compañía, pues de lo contrario se llevaban su Scattergories, les di el beneficio de la duda. Confié en que arreglarían la web con el paso de las semanas. Para mi disgusto, y el de miles de familias valencianas, nada ha cambiado en dos meses. La web Mestre a casa se cae, se cuelga, se despeña por el abismo de Helm un día sí y otro también. Y a los padres y estudiantes no nos queda otro remedio más que buscarnos la vida, correr, como diría Gandalf, para no parecer insensatos. Hoy mi mujer ha tenido que tirar de email, de wasap y de no sé cuántas cosas más para que nuestros hijos pudieran acabar las tareas. ¡Qué despropósito! Los padres le pedimos a la Consejería de Educación una cosa, solo una, y ellos pierden el tiempo en otros menesteres en lugar de trabajar en lo que de verdad urge y es necesario.

A media mañana me contacta Eduardo, por Messenger. Es un jubilado de Castellón que disfruta a diario comentando esta columna con su esposa. Me encantan estos mensajes.

Mi amigo Juan Carlos me envía por wasap una foto suya frente un gran caldero de arroz caldoso, con sus judías, pollo y conejo. Veo que se ha dejado bigote. Se parece mucho a Wyatt Earp. Solo espero que no tenga en la agenda ningún tiroteo en el Ok Corral de Tombstone, Arizona.

A las 12.00 salgo al balcón. El sol pega con fuerza. Me calo el sombrero Panamá y hago la siesta del borrego.

Comemos espinacas con beicon, piñones y bechamel. Me gustan mucho las espinacas. A mis hijos no. Las detestan. Si pudieran agarrarían a Popeye por las solapas de su ridícula indumentaria y lo arrojarían por la borda.

Después de comer terminamos de ver la primera temporada de Devs. No ha estado mal. Pero solo se la recomiendo a los que disfruten con la ciencia ficción de profundo calado.

A las 17.30 salimos a pasear. Mis hijos se han calzado los patines y vuelan por el carril bici. Está siendo un buen día.

A las 20:00 salimos a aplaudir. Y a las 21:00 alucinamos con la cacerolada. No nos sumamos, pero entendemos a quienes la protagonizan.

Y así pasa un día más sin que haya escrito ni una sola línea de mi nueva novela. ¡Maldito virus!

*Escritor