Querido/a lector/a, hace más de una docena de años que nació mi nieto Bruno y, para celebrarlo, le escribí un artículo. Recuerdo que le advertí que venía al mejor mundo pero, a pesar de ello, aún encontraría hostilidad porque aún era necesaria mucha humanidad o preocupación por la justicia social y el bien común. Por ello le garanticé que nunca caminaría solo. Hoy tiene pinta de saxofonista de jazz y lo necesito yo más a él que él a mí.

Años después nació Chloé, mi segunda nieta y a la que nunca le dedique unas líneas. Pero al nacer durante la resaca de la crisis financiera y en medio de políticas austericidas que castigaban a la mujer, me preocupaba su futuro. Inquietud que desapareció cuando siendo pequeña la vi pedir pan. Confieso que, como el sonido del pan parecía un tiro y sus dientes cuchillos, pensé que podía caminar sola. Hoy es una rubita con ojos azules que acompaño a escuela, cogidos de la mano y hablando de sus inquietudes. Aunque, lo más sentido, es que no entrará a clase sin lanzarme antes un beso más útil que un «vaya usted con Dios».

Por cierto, no todo acaba ahí. Estos días ha nacido mi tercera nieta, Olívia, la de Catalunya, la de Lleida. Posiblemente, al querer nacer en medio del covid-19 y la cuarentena, casi sola y durante un día que aún murieron más de 200 personas, es la valiente de la familia. No obstante, lo indudable es que su presencia confirma que el amor es el más fuerte de los sentimientos. Tanto es así que a Tere y a mí, a pesar de no tener su recuerdo porque aún no la conocemos, ya no la olvidamos y su ausencia nos duele porque ya la queremos y forma parte de nuestros sueños. Espero el día en que se pueda bañar en las aguas del Mediterráneo y se haga partícipe su historia. Gracias, nietos. Vuestra presencia nos mejora al exigirnos amor. Gracias, nietos.

*Analista político