El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, ha convertido en un arma política de primer orden a los refugiados que acoge su país. A fin de presionar a los socios de la OTAN y de la Unión Europea para que lo apoyen en la crisis que lo enfrenta al régimen sirio y quizá a Rusia, usa la apertura de fronteras para que los desplazados enfilen así el camino de Europa y, de paso, acusa a los Veintisiete de no cumplir el compromiso de pagarle el total de los 6.000 millones de euros prometidos para cerrar el paso a un mínimo de 3,7 millones de seres humanos que huyen de la guerra, el hambre y la persecución ideológica. Un panorama al que no es ajena la impericia de los socios europeos para gestionar a partir de la crisis del 2015 la tragedia humana del flujo de refugiados que buscaban un futuro del que carecían y carecen.

La situación desencadenada por Erdogan debería aleccionar a la Unión Europea por su tibieza con el régimen de Bashar al Asad y llevarla a asumir responsabilidades en vez de poner en manos de terceros soluciones tan volátiles como el acuerdo con Turquía. Los sucesos de estos días han ratificado que a las puertas de Europa se incuba un problema de grandes dimensiones, cuya gestión se aplazó de la peor manera posible. Con ser todo esto grave, lo es más la vulnerabilidad acrecentada de quienes, inducidos por Ankara, pretenden cruzar la frontera griega y solo hallan gases lacrimógenos. Puede decirse que Europa quiso desentenderse hace cinco años de una crisis migratoria y está a un paso de encarar un conflicto mayor: verse afectada por una guerra, la de Siria, cuya repercusión degeneró hace mucho tiempo en crisis regional.