Hoy hace treinta y cinco años ETA perpetró un atentado en el restaurante del Aeroclub de Castellón, en el que resultó muerto el ciudadano francés afincado en Benicàsssim Clément Perret y resultó herido de bala el camarero Miguel Palomeque, de 19 años. Clément recibió 13 disparos y en el lugar de los hechos se recogieron 19 casquillos de cartuchos de 9 milímetros Parabellum, munición habitual de la banda terrorista que desde la muerte de Franco, sabiendo que no había ningún riesgo de pena de muerte, estaba sumida en la cobarde escalada del asesinato, el secuestro y la extorsión.

Pese a la persona asesinada, en la tarde del viernes del 16 de agosto de 1985, puede decirse que la suerte jugó a favor, evitando una tragedia mayor. Aquel día del puente de la Asunción de la Virgen, festividad muy celebrada en nuestra tierra, resultaron milagrosamente ilesos los comensales del salón en el que los etarras acribillaron a Perret. Es más, a corta distancia de la víctima mortal estaban su mujer, Chelo, y el hijo de ambos, de solo trece meses. Dos semanas antes, en la madrugada del 1 de agosto, ETA ya había matado en Castelló, en este caso en el Paseo Buenavista del Grau. Seis kilos de Goma 2 destrozaron el restaurante Arrantzale, falleciendo el vecino Eduardo Vinuesa Ráfels, al que la tremenda explosión le provocó un infarto. En esta primera ocasión la suerte también evitó la pérdida de un mayor número de vidas. La estructura del edificio, en cuyos bajos fue colocada la bomba, resistió a la detonación que sumió a la población del Grau en un estado de terror, muy habitual durante aquellos años.

En el atentado del Aeroclub, junto con mi compañero Manolo Nebot fuimos los primeros periodistas en llegar. Recuerdo un gran nerviosismo entre los numerosos efectivos de la Policía Nacional y de una serie de personas no identificadas que en el interior de las instalaciones portaban escopetas de repetición y eran como una guardia pretoriana de Gilbert Perret, hermano del fallecido y señalado por diversos medios de comunicación nacionales como uno de los capos del GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación), organización terrorista de mercenarios ideada por el ministro socialista Barrionuevo y su secretario de Estado, Vera, según sentencia por la que ingresaron durante una temporada en la cárcel.

Entonces fui el único periodista que logró hablar con Gilbert y quedé impresionado por la sangre fría con la que me atendió, aunque solo llegó a decir: «Los periodistas son unos hijos de puta --y no lo digo por usted, puntualizó- han matado a mi hermano. Este país no tiene remedio», dio media vuelta y se fue tranquilamente custodiado por los de las escopetas. A los compañeros de Interviú y de otros rotativos les facilité esa única declaración, que en el caso del entonces semanario estrella sirvió para los titulares. El director de Castellón Diario, en aquel momento Juan Enrique Mas, me asignó el seguimiento del caso y tuve que hacer frente a varias amenazas para que dejara de hurgar en la relación de los Perret con los GAL. Aquello no fue fácil, pero seguí informando cada día, ahí están las hemerotecas. Pero esa es otra historia, que algún día contaré con mayor detalle.

En el verano de 1985 los españoles llevábamos años sufriendo el terrorismo de ETA, la sanguinaria organización que nació en las sacristías del País Vasco con la retranca psicópata de los curas trabucaires del carlismo montaraz y el aliento cómplice de los nacionalistas de misa diaria. Ay, el desaparecido Arzallus que hablaba con embeleso de los chicos de la gasolina, y así. Por ello, es menester recordar a las jóvenes generaciones, también a quienes sufren de amnesia, que en aquellos años de la Transición los sicarios etarras tenían a España sumida en un baño de sangre. Todas las semanas había asesinatos, secuestros, extorsiones, en el desarrollo de la paranoia criminal que más gratuita ha salido a la caterva de hijos de puta que, a día de hoy, todavía está por entregar las armas y hacer un reconocimiento de disculpa, arrepentimiento y contrición por lo sucedido.

Estos de la serpiente y el hacha no han pedido perdón por tanto dolor causado, ni lo van a pedir nunca. Siguen mofándose de las víctimas y del estado de derecho que quieren ver destruido, pero del que se aprovechan y benefician. Los sujetos que van saliendo de la cárcel, manchados de sangre hasta el tuétano, son recibidos en sus pueblos como héroes al son del txistu y el abrazo del camarada Otegui. ¿Quién ha dicho que ETA está muerta? Los reservistas del tiro en la nuca y la bomba lapa van salen de las celdas en loor de multitudes abertzales. De los arsenales nada se sabe. El peligro subyace.

Aquel verano del 85 pude comprobar de primera mano hasta dónde podía llegar ETA. Nada iba a detener a la banda criminal en el afán de sembrar el terror, a costa de destrozar vidas, en ese caso el comando dirigido por Henri Parot, la gran perla de los matarifes etarras con el valeroso récord de ochenta y dos asesinatos. Hoy felizmente en prisión tras acumular veintiséis condenas que suman 4.800 años de cárcel. El tipo ya está esperando que más pronto que tarde lo saquen de la trena, en la que vive a cuerpo de rey, y, así, una vez en la calle ser recibido, como el resto de etarras que abandonan la cárcel, por el txistu y el abrazo de Otegui.

La bomba del 1 de agosto fue detonada en un edificio en el que vivían numerosas familias y el atentado del 16 de agosto, protagonizado por Parot pistola en mano, fue cometido en un restaurante a las tres y cuarto de la tarde durante un puente festivo, despreciando nuevamente el riesgo que podía suponer la acción armada para personas ajenas al objetivo terrorista; de hecho, un joven camarero recibió un tiro en la pierna.

Más tarde esos malnacidos tuvieron el cuajo de decir que el asesinato en masa de Hipercor, el 19 de junio de 1987, se debió a un fallo de coordinación de las fuerzas de seguridad, pues ETA había avisado de la colocación del artefacto que acabó con la vida de veintiún ciudadanos. Seis meses más tarde, un coche bomba conducido por Parot causaba once muertos, cinco de los cuales eran niñas, al explosionar junto al cuartel de la Guardia Civil en Zaragoza. Esas cosas hay que recordarlas; se lo debemos a los casi novecientos asesinados y a las miles de familias que todavía hoy sufren las terribles secuelas del terrorismo.

*Periodista y escritor