Opinión | La rueda

El poder de la palabra

Hay cosas de las que el uso continuado nos hace olvidar su sentido y utilidad. Este es el caso del lenguaje que, invariablemente, empleamos cada día. Desde la prehistoria hablamos y con él nos dirigimos a nuestros congéneres hasta el extremo de que, como decía Heidegger, «solo hay un mundo donde hay lenguaje». «Los límites de mi lenguaje son los límites del mundo», añadiría el filósofo Wittgenstein. Con él nos comunicamos, reímos, lloramos, etc. He aquí, pues, los dos polos opuestos. 

Es claro, no obstante, que sin el lenguaje no podríamos explicarnos cosas ni otorgarle un sentido a la existencia como decía alguien cuyo nombre no recuerdo ahora. Pero también es cierto que lo que se dice, dicho está y, a veces, la retractación se torna difícil. 

Y también, como recomendaba Wittgestein, «de aquello de lo que no hay que hablar lo mejor es callarse». En boca cerrada no entran moscas. Así reivindicamos el silencio. La palabra es, pues, motivo de salvación, pero también de condena. En este último caso es, asimismo, causa de conflicto y de engaño cuando está mal utilizada. Para lograr que la sociedad sea feliz hay que saber explicar mediante el lenguaje lo que pasa, pero de una forma veraz.

Y ¡cuidado cómo se dice una cosa! No es lo mismo decir «vamos a comer niños» que decir «vamos a comer, niños». En el primer caso incurrimos en un criminal acto de antropofagia. O, como hizo el emperador Carlos I, respecto a un reo condenado: «Clemencia, imposible ejecución», cuando realmente quería decir «clemencia imposible, ejecución». Y una coma le salvó la vida al condenado. Casos similares son frecuentes en la vida ordinaria. Y, además, si aparecen entremezclados con motivaciones ideológicas o políticas, peor. 

Henri Bouché es profesor