CENTENARIO DE LA CORONACIÓN DE LA MARE DE DÉU DEL LLEDÓ

De la diosa a Santa María del Lledó

‘Mediterráneo’ publica este artículo del investigador Joaquín Campos Herrero, que falleció en enero de este año. Sirva, pues, como homenaje a una figura fundamental para el conocimiento de la historia de Lledó

Anverso y reverso de la la ‘troballa’ del Lledó. Fotografía de Pepe Nebot de 1986.

Anverso y reverso de la la ‘troballa’ del Lledó. Fotografía de Pepe Nebot de 1986. / MEDITERRÁNEO

La pequeñez insignificante, cincelada en formas toscas de alabastro, guarda bajo su piel milenaria el latido de una misteriosa animación, un alma secreta que, tras el hieratismo solemne, hace del objeto algo sobrecogedor y da la sensación de que aquella hechura es mucho más de lo que encuentran nuestros ojos, dotada de un significado primordial y secreto, que dormita bajo el mundo de las apariencias.

Desafiando el paso de la historia, su presencia actual convierte a la del Lledó no solo en la imagen más antigua de cuantas en el mundo son figuración de María, sino en el ejemplo vivo de una de las evoluciones de mayor belleza y riqueza de contenido, en el ámbito de la fenomenología religiosa. Es por ello por lo que el caso ha ganado la atención de numerosos tratadistas de las religiones.

Aparte de su idiosincrasia, su presencia entre nosotros tiene también la común faceta de la leyenda, aquella apoyadura por la cual las imágenes dejan de ser un trozo de piedra o de madera y se colman de un significado trascendente. Así, tras la aparición o el hallazgo, una imagen representa o manifiesta una presencia real, una epifanía.

Leyenda de ‘la troballa’

La narración de los hallazgos de imágenes de María sustituyó, en la piedad popular, a las leyendas de hallazgos de las reliquias de santos en el papel de primitivos auxiliadores. Pero en la estructura de los hallazgos, aparte de los elementos extraordinarios que se daban en estos, como luces, señales acústicas, etc., se introducen nuevas variantes que concuerdan con los antiguos lugares que fueron mítico habitáculo de la divinidad femenina y sitios de nacimiento o engendramiento: la cueva, todo tipos de cavidades, el surco, el pozo, el manantial, la fuente profunda, el árbol y los espacios ocultos, entre otros. En el caso del Lledó, la tradición oral apunta hacia tres elementos fundamentales: el árbol, la piedra y la imagen. Se incluye, además, un trabajo útil, los bueyes, el arado, el surco y la raíz, que vincula –aprisionándola materialmente– la imagen al árbol.

El olvido y el silencio envuelven la primera antigüedad de la devoción que nos ocupa. Entre los arcanos y los hechos de los siglos posteriores, cuya memoria histórica perdura en medio de nosotros, se extiende, como un velo, la tradición del hallazgo, velo que se interpuso y que quedó en medio. Cuando se traspasan los límites de la razón y de la propia historia no puede uno sino abandonarse a la imaginación poética, como cuando se llega a los límites de la experiencia. Ello posibilita que se abra una brecha en la resistencia que opone el mundo de la razón, para dejar paso al flujo que brota de los estratos más profundos del inconsciente, manifestándose en formas o imágenes de naturaleza colectiva, que se dan universalmente como constituyentes de los mitos.

Sin embargo, los documentos exhumados per Luis Revest nos sitúan en la pista de una devoción cristiana sólidamente arraigada en los días del Trescientos. Tanto es así que el templo no se trataba de una diminuta capilla huertana ni de un humilladero, según el autor citado. Además, debido a la afluencia de peregrinaciones foráneas y a la gran concurrencia de devotos locales, necesitaba ampliar sus muros ya en 1370, lo cual es un indicador muy significativo del prestigio de este lugar santo.

Y retrocediendo en el tiempo, a partir de estas fechas, no existe ninguna evidencia de lo que fuera la anterior vida religiosa del paraje y su relación con la imagen. Pero si algo se aprende, buscando la fidelidad a la esencia de la verdad, es que nada acontece ni se encuentra en un lugar concreto por obra de lo que llamamos fortuna. Todo obedece a un sistema de causas que se origina en un momento indeciso del pasado, otorgando una significación precisa cuyas raíces hay que desentrañar. Se trata no de buscar un determinismo constreñido, sino de forzarnos por abrir los ojos a verdades que se encuentran ocultas, pero que están ahí formando la personalidad de esa historia y dando razones de ser profundas.

Actitud científica en las hipótesis

¿Desde cuándo la diosa en la Plana? ¿Qué elementos se conjuntaron para hacer posible su venida? ¿Cuál fue su funcionalidad religiosa? ¿Qué propició su veneración en el cristianismo?... Estas y mil preguntas quedan ahogadas con la leyenda de la troballa, que en la piedad popular niega inconscientemente cualquier historia anterior y hace emerger la imagen en un momento concreto, como si se hubiesen conjugado una serie de fuerzas extrañas que engendrasen y parieran al Objeto Sacro, aureolando el suceso –según dijimos– con las mismas características de una aparición real.

No es válido fabular con nuevos elementos. Una actitud científica requiere, para la fundamentación de serias hipótesis, la aproximación a todo un orden de cosas, entre cuyas coordenadas encontramos también modos, creencias, ritos, manifestaciones religiosas, en las que de una manera u otra pudo haber participado la Lledonera. Quizá nuevos hallazgos permitan un día ver con mayor claridad. Entre tanto cualquier aproximación a aquello que pudo haber sido creo que debe tener en cuenta una serie de coyunturas, entre las que destacan los siguientes puntos.

a) El lugar: su antiguo poblamiento, su ubicación junto a un camino que califican de prerromano y su relación con el universo de las colonizaciones, siendo manifiesta hoy la presencia romana.

b) La vida religiosa del mismo, bien como lugar de culto probable con amplias posibilidades en sus variables‒ o bien significada por la veneración de dioses domésticos.

c) La dilatada pervivencia del paganismo, en muchas de sus formas, a lo largo del medievo, encuentra su máximo enraizamiento entre las clases rurales, según atestiguan cantidad de sentencias eclesiásticas, concilios, etc., y en gran manera el tratado titulado De correctione rusticorum. Todo ello a pesar de lo extendido del bautismo y consiguiente pertenencia a la Iglesia.

d) El movimiento de captación pedagógico del cristianismo que, a partir del concilio II de Nicea, produce un viraje, en el sentido de aprovechar cuanto de útil tuvieran ciertas prácticas y usos extraños que no presentasen contradicción con el tipo de religiosidad inmersa en el mismo. El cristianismo debió esperar al afianzamiento de la Conquista para adquirir plenitud social. Mientras, el fruto de la nueva fe se ofrecía muchas veces tenue y se abría paso entre un mundo de ignorancias, de conflictos, contradicciones e inseguridades de todo tipo.

Estos cuatro puntos nos parecen básicos entre otros muchos cuyo estudio, en toda la amplitud que las fuentes permitían, nos ocupó hace tiempo. Pero, por encima de todo cuanto pudiera conjeturarse, creo que hay algo que puede mantenerse como tesis fundamental desde el ámbito de la fenomenología, el arte y la filosofía de las religiones. Y es que, si la figura del Lledó no hubiera venido avalada por un anterior y viejo prestigio religioso, su veneración inicial hubiera repugnado dentro del cristianismo, el cual para representar la figura y el concepto que tenía de Nuestra Señora utilizó siempre modelos en consonancia con las modas teológicas, entre los que brillan las primitivas formas ingenuas de las sedes sapietae. María ligada al misterio de la Redención a través de su maternidad divina.

La disonancia entre su aspecto y el de las imágenes útiles para la celebración del culto mariano hace pensar que la escultura debía haber sido sumamente trascendiada por la riqueza conceptual que encerraba, así como por su extraordinario valor numinoso ‒de ahí la usanza, ayer y hoy, de presentarla en visiones veladas‒. Tanto es así que si la figura del Lledó hubiera sido encontrada en un ámbito imbuido de cristianismo nadie hubiese podido reconocer en ella la imagen de la Virgen María. Y si apareció bajo tierra –dejando al margen la escenografía típica de la troballa– ello debió acontecer bajo el dominio del paganismo, con lo cual hubo de generarse el proceso que posibilitaría su asimilación fastuosa en el seno de la Iglesia.