VIVIR ES SER OTRO

El ‘Titan’ y el ‘Titanic’

Creo que son más dignos de pena aquellos que mueren tratando de alcanzar el primer mundo

Carlos Tosca

Carlos Tosca

Hace poco ha sucedido la tragedia del Titan, el pequeño submarino cuyos cinco tripulantes fallecieron al implosionar en el océano Atlántico, cerca de donde se halla el pecio del Titanic.

Al poco de anunciarse el desenlace, que muchos ya intuíamos cuanto menos en sus líneas generales --que los pobres llevaban días muertos--, una amiga me dijo que apenas lo sentía, que le daban bastante más pena los inmigrantes que se ahogan buscando alcanzar una vida mejor, lejos del hambre y de las guerras. De pronto una agria sensación me recorrió, porque, la verdad, no había pensado en esa comparación que claramente compartía. Son más dignos de pena aquellos que mueren tratando de alcanzar el primer mundo que quienes se arriesgan para hacer turismo entre los restos de un barco hundido hace más de cien años. Vamos, me parece que no hay color.

Entonces, ¿por qué yo y muchos, alentados por la prensa, que no es tonta y que, gracias a internet, sabe qué noticias despiertan más interés en sus clientes, hemos seguido minuto a minuto las tareas de rescate y hemos escuchado con atención las explicaciones de expertos en la materia? Me dije que debía reflexionar sobre el asunto y encontrar las razones de ese comportamiento.

Después de pensarlo un poco, he llegado a la conclusión de que hay dos motivos principales que me han llevado a actuar de esa manera, supongo que a mí y a millones de personas en el mundo.

El primero es que las barcas cargadas de migrantes no anuncian a bombo y platillo su salida, ni luego su situación a la deriva, más bien al contrario. Si se pierden en el mar, los medios de comunicación y la sociedad solo nos enteramos cuando ya nada se puede hacer, cuando la tragedia se ha consumado. Las circunstancias de su naufragio nos ahorran la incertidumbre, algo que fue la base de las noticias alrededor del Titan.

Cuenta atrás terrorífica

La segunda tiene que ver no con la muerte en sí sino con el modo de producirse. Todos sabemos que morir forma parte de la vida irremediablemente. Antes de conocer el asunto de la implosión, se nos informaba de las horas de oxígeno que se supone les quedaban a los tripulantes del minisubmarino. Una cuenta atrás terrorífica. Suponía todo un esfuerzo abstraerse a la angustia si tratábamos de ponernos en la piel de los accidentados. Incidió en ello el anuncio de que los equipos de búsqueda escucharon golpes en la zona del siniestro. Me recordó a una tragedia similar, la del submarino ruso Kursk y sus soldados en el interior aporreando las paredes del sumergible para indicar que seguían vivos. Un horror. Pensar en vivir una circunstancia así nos pone los pelos de punta. Morir es una cosa, hacerlo de ese modo otra.

También pensaba que no debería importarnos el raza, el sexo o la procedencia de las personas. Tampoco el tamaño que tenga su cuenta corriente. Entonces, qué razón hay para no sentir pena por los fallecidos. ¿Acaso al ser millonarios debíamos despreciarlos? Digo yo que sería un error, igual que mirar para otro lado cuando naufraga una patera. Pero esto, que en el fondo todos hacemos, no somos tan valientes como para admitirlo. Nadie finge indiferencia cuando mueren refugiados de una guerra o emigrantes en la valla que separa Occidente del abismo.

Así que me quedo tranquilo. Entiendo mi comportamiento. La sensación de aflicción y el dolor por esas pérdidas.

De todos modos, al día siguiente ya estábamos todos metidos en otras cosas, en la política, el fútbol, qué cenar, dónde ir de vacaciones... Para lo bueno y para lo malo, nuestra capacidad de olvido, de pasar página, es tan inconmensurable que nos salva. O tal vez nos vuelve mezquinos.

Editor de La Pajarita Roja

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