El jardín de los Finzi-Contini

Vista área de la pista Philippe Chatrier durante la final de Roland Garros.

Vista área de la pista Philippe Chatrier durante la final de Roland Garros. / MOHAMMED BADRA

Javier Puga Llopis

Javier Puga Llopis

París en junio es casi tan prodigiosa como Madrid en mayo. Es una prolongación de las playas del Desembarco, una costa sobre el Sena, y en ella se respira distinto, pues el cielo gris y nada protector que nos oprime el resto del año se desvanece en una breve tregua de apenas tres semanas, antes de la canícula. La ciudad parece gritar "¡Libertad, al fin!", tras el largo estrangulamiento del invierno, y hace buena la frase de Spengler sobre la civilización y las chicas francesas. En junio a nadie le hace falta un regimiento de húsares. La gente hace la fotosíntesis y cambia de humor. Ellos sacan sus marinières y sus sonrisas del armario, picassos de entretiempo, y ellas visten vestidos ligeros, como de una peli sobre la Ocupación, mientras conducen bicicletas de época, con el aire feliz y chispeante de Romy Schneider antes de conocer la muerte de Michel Piccoli en "Las cosas de la vida". Qué bonito es no saber. El cortejo, que todavía es seña de identidad de este andurrial, se celebra bajo un sol amable, y las praderas se llenan de botellas de vino rosado y de jóvenes que las vacían entre risas. El tiempo invita al amor, que es como se llama al sexo en francés. Voy al tenis, y, en la tribuna, émulas de la Micòl de "El jardín de los Finzi-Contini" reciben a los invitados con una sonrisa que queremos sea para nosotros. Visten, como ella, faldas blancas y plisadas, y niquis aún más blancos con un cocodrilo de fauces abiertas sobre el pecho. Tienen un delicioso aire de entreguerras, y, como Dominique Sanda, una mirada azul, entre inocente y turbadora. El sol se ceba, refulgente, sobre el tendido y sobre sus cuerpos. París es una playa y Roland Garros se vuelve de pronto la finca de una familia judía y burguesa de Ferrara, mientras la bola cambia de campo, como la alegría en la casa del pobre, a velocidades siderales, ¡paaaam, paaaam!, acompañada en su caprichosa trayectoria por los murmullos del público. Al tanto, la grada estalla en griterío cuando la tensión ha quedado por fin resuelta. Hay algo orgásmico en cada punto. Je t´aime, moi non plus. En el film de De Sica, la red que separa a Giorgio de Micòl en la pista de tenis se convierte en el muro que divide sus vidas. Son líneas paralelas nunca llamadas a encontrarse. La de él, su amigo de infancia, compañero de juegos y eterno enamorado, sólo está hecha del futuro que provee la juventud y de melancolía por la frivolidad de su amada, y la de ella, criada entre los algodones de una familia riquísima y librepensadora, vive varada en la seducción adolescente y en la indecisión que la acompaña, antes del brutal baño de realidad de la deportación. Tras el clímax del match point, uno piensa en que a la tragedia le precede siempre un festival de despreocupación, cuando el grupo humano llamado a la catástrofe parece entrar, en su premonición terrible, en un estado inhibitorio, donde los miedos atávicos se cubren con el denso chantilly del hedonismo y el fino champán de la negación. A la dolce vita siempre le sigue el descalabro, que sólo se anuncia para los que lo quieren ver. Es el caso del personaje de Helmut Berger (Alberto, hermano de Micòl) en la película. Aterrorizado de sí mismo, bello y frágil, arúspice involuntario, parece saber que la muerte les anda rondando. Es el único que sobrevive al Holocausto, por morir antes que el resto de su familia. En lo alto del estadio, ondean las banderas de los cuatro grandes torneos: GB, Francia, EEUU y Australia. Coinciden con las fuerzas del Desembarco, que se conmemora mañana, y por un momento pienso que aquellos héroes salvaron a Micòl de su destino, y que ahora es azafata de Roland Garros.