VIVIR ES SER OTRO

La Teoría del Pato

Hay gentes que flotan y ya está, que solo se preocupan de lo aparente, de lo fácil

Carlos Tosca

Carlos Tosca

Decía Albert Einstein que «lo más incomprensible del universo, es que sea comprensible». Escuché la frase en boca de Manuel Fábrega, en la presentación de su libro El asombro y el misterio, que he tenido el inmenso placer de editar. La sentencia, de una hondura incuestionable, nos pone en una posición incómoda, agradablemente incómoda --si es que este oxímoron tiene algún sentido-- frente al conocimiento, al vasto conjunto del saber, el que ya hemos aprehendido y el que desconocemos. Empequeñecemos ante su inmensidad, y eso que nos creemos una especie superior. Y, justamente por eso, por ese sentirnos desbordados ante lo que nos rodea --lo material y lo inmaterial-- quizá podamos abrazar con dignidad el calificativo que nos pone por encima de las demás especies.

La filosofía y sus roces, flirteos, con las ciencias puras provocan el estallido de chispas que desatan tormentas interiores. O deberían hacerlo.

Como no soy Einstein, ni de lejos --aunque mi pelo por las mañanas puede llegar a tener ciertas semejanzas--, yo he elaborado una teoría propia, menos importante que la de la relatividad del genio alemán: la llamo la Teoría del Pato y, lo reconozco, es una bobada. Hago la semejanza entre el navegar de los ánades y la forma de afrontar la existencia de muchas personas, discurriendo solo por la superficie, sin preguntarse qué hay bajo ella. Gentes que flotan y ya está, que solo se preocupan de lo aparente, de lo fácil, y que cuando meten la cabeza dentro del agua, la sacan con la máxima rapidez, no sea que les dé por pensar en, qué sé yo, la esencia de la vida, el sentido de la muerte o la naturaleza del tiempo.

Luego uno piensa que sí, que muy bonito --también a veces que muy tonto, no lo negaré--, pero que, en el fondo, casi todos somos patos. Y nos cuesta salir de ahí porque la superficie se ha vuelto muy atractiva, llena de estímulos --las series de Netflix, la Liga, la Copa, la Champions, la Europa League… ¡la Conference!-- que nos aboca a no mirar más allá. Nos quieren entretenidos, y nos dejamos llevar con absoluta docilidad. El tiempo de ocio lo dedicamos a «entretenernos», a «evadirnos». Nada de pensar, la reflexión que quede para otros. Los trabajos resultan cada vez más exigentes y llegamos a casa extenuados. Somos patos que, tumbados en el sofá de casa, apretamos las teclas del mando. Tenemos nuestro propio bufón, la tele, y le pedimos que nos distraiga, que nos haga reír. Que nos permita olvidarnos de lo importante: el trabajo, producir, obtener beneficios, sostener a la familia, al mundo. Ahí sí hemos de darlo todo, hay que rendir a diario, de un modo implacable. Los errores no se permiten. El capitalismo nos tensa hasta el límite. Saca lo mejor y lo peor de nosotros.

Uno se viene abajo con estos pensamientos. Luego le pasa por la cabeza que esto, más o menos, siempre ha sido así. ¿Alguna vez la humanidad ha estado conformada por una mayoría de filósofos? Nunca, ni en la Grecia clásica, donde el cultivo de la mente se compaginaba con la esclavitud, con cruentas guerras y con unas condiciones de vida que, en general, serían inaceptables para los valores morales de hoy en día. Aquella gente incluso tenía sus olimpiadas, como nosotros, y los tejemanejes de Belén Esteban y compañía serían comparables a los de la pléyade de dioses que conformaba su panteón. Nuestros culebrones eran su teatro y quizá podamos comparar el fútbol actual con las batallas de la época. En fin, que los esplendorosos griegos también eran, en general, patos que convivían con un puñado de… ¿cómo podría llamar a los que no son patos?

Editor de La Pajarita Roja